Lo que realmente hace salvaje al hombre es el odio

Alejandro Fontana, PhD

Son varios los autores que a lo largo de la historia de la humanidad nos han advertido del efecto deformante que tienen el odio en el hombre. Joseph Conrad, es uno de ellos, con su libro El corazón de las tinieblas. Otro es Primo Levi, que con su obra Si esto es un hombre, permite meditar personalmente sobre cómo el odio en todo momento, forma o cultura solo trae degradación y vacío.

A pesar de eso, pasan los tiempos y no terminamos de aprender. Lamentablemente, en los últimos años hemos presenciado como algunos se han dejado arrastrar por el odio en nuestro país; y hoy mismo, vemos como algunos intentan sembrarlo en las motivaciones internas de otros muchos. Si se habla de los “nadies”, de los que no tienen nada confrontándolos con los que tienen algo, lo que se está sembrando es el odio.

No cabe duda, que quienes así proceden saben el poder que tiene esta invocación. El odio es una fuerza muy poderosa. Si alguien preguntara porqué, podríamos darle una explicación sencilla: la voluntad, en toda circunstancia, es una potencia que siempre está abierta al infinito, y por lo tanto, tras una libre determinación, puede ir hasta el extremo. Algo que no sucede, en cambio, con las potencias físicas: si tienes hambre, ¿cuántos panes te puedes comer? ¿2, 10, 100, 1000…? Nuestras potencias físicas tienen un límite; las inmateriales, no.

Por eso, en moral, se distingue entre una acción humana producto de la debilidad de la voluntad, es decir, que la persona actúa más por la fuerza de sus pasiones sensibles –su voluntad no es capaz de controlarlas–, y aquella acción que se produce por una voluntad que ha empezado a odiar. En este último caso, en moral se dice que la voluntad se ha deteriorado. Que se ha hecho incapaz de reconocer el bien de la realidad, y que por tanto, en el extremo, no lo soportará. Más aún, esta desesperación ante el bien llega a tal nivel, que incluso, no podrá soportar ni siquiera el bien que hagan los demás.

Pongamos un ejemplo sencillo para ilustrar esta involución humana. Si alguno no le gusta la música, lo que hace es no acudir al concierto, apagar el radio o retirarse de la habitación donde otros están escuchándola. Sin embargo, a nadie con buen juicio se le ocurre ir y matar a los músicos, por el hecho de que tocan música. En la historia de la humanidad, tenemos, lamentablemente, muchas lecciones de cómo el odio ha llevado a aniquilar a los “músicos”: el régimen nazi odiaba a unas personas por el solo hecho de ser de descendencia hebrea; los regímenes comunistas en Rusia, China, Cuba, los países del Este de Europa, e incluso, en España, durante las Repúblicas, persiguieron y aniquilaron a personas que solo hacían cosas buenas en favor de otros.    

El odio no es el camino para redimir a las personas que sufren. Cuando existe verdadero interés por el desarrollo de los menos favorecidos, lo que las personas bien intencionadas promueven es un ámbito de cooperación. La cooperación entre los distintos actores de la sociedad es el único camino para el desarrollo. El desarrollo, como comenta el prof. Cazorla, un extraordinario catedrático y al mismo tiempo gestor del desarrollo local, no es del entorno, sino de las personas. Somos nosotros los que debemos desarrollarnos como personas -los que tienen y los que no tienen- para que hablemos de desarrollo. Los primeros tendremos que comprometer nuestros recursos: materiales, conocimientos, capacidad de organización y afán de servicio; y los segundos deberán poner también recursos materiales, su capacidad de gestión, su creatividad, su idiosincracia y su deseo de compartir con los demás. El desarrollo económico es realmente el resultado de un desarrollo como personas, internamente y en la capacidad de compartir lo que se comienza a conseguir.  

Alejemos de nosotros todo atisbo de odio; y alejemos también todo sistema político que se fundamente en él. Destruye a las personas, y contradictoriamente, más, a quienes lo promueven, aunque no se den cuenta de ello. A cambio, comencemos a promover un ambiente de cooperación, a compartir más los bienes que disponemos con todos aquellos nos rodean. Quizás este sea nuestro mejor aporte en este momento de decisiones…

La verdad os hará libres…

Alejandro Fontana, PhD

Siempre que me he topado con esta frase, me ha impresionado. Ahora mismo, resuena en mi interior, quizás por algún suceso personal que he vivido en estos días. Curiosamente, y por eso, creo que reflexionar sobre ella, nos puede ayudar a comprender las limitaciones que tienen los sistemas de gobierno basado en el conteo de votos.  

Para la humanidad, entender qué es la libertad humana no le ha sido sencillo; pienso que aún, hoy mismo, nos resulta difícil comprenderla. ¿Qué significa que un ser con una naturaleza dada sea libre? ¿hasta qué límites puede acercarse con esa capacidad recibida? O acaso, ¿no hay ningún límite?

Pienso que a nadie de nosotros, a estas alturas, le queda duda que somos seres libres que nunca elegimos ser libres. Sea uno creyente, agnóstico o ateo; esto es una realidad comprobable empíricamente. Ninguno de nosotros tuvo la oportunidad de elegir entre ser un ser libre o ser un ser sujeto a una instintividad absoluta. Cuando uno se acerca a la antropología realista, una de las afirmaciones que desconciertan es leer que los instintos en la naturaleza humana —todos los instintos, incluso el sexual— son débiles. Y argumenta: si los instintos humanos fueran fuertes, el ser humano no tendría posibilidad de no seguirlos. Creo que todos hemos tenido ocasión de comprobar, que al menos en alguna ocasión, hemos sido capaces de sobreponernos al hambre, la sed, el sueño, y un largo etc.  

La experiencia personal y ajena también nos permite comprobar que hay decisiones tomadas libremente que nos dañan. ¡Es curioso! Para muchos, la ética es la ciencia que previene no dañar a terceros; la ética, realmente, lo que busca es que no nos dañemos a nosotros mismos con nuestras propias decisiones. Siempre me ha llamado la atención esa secuencia fotográfica que muestra la evolución dramática de un joven que cayó en el consumo de estupefacientes. Nadie lo obligó a seguir ese camino, lo siguió, porque decidió hacerlo libremente. Sin embargo, la pregunta que podríamos hacernos es la siguiente: ¿era eso lo que él quería para él? ¿Con ese futuro soñó toda su vida?

Para que la libertad humana dé su fruto: se llegue a dónde se quiere ir realmente, es necesario seguir la premisa recogida en la frase que encabeza este artículo. Solo la verdad permitirá ejercer adecuadamente esta capacidad que se llama libertad… Pero, la verdad no es el resultado del diseño propio, ni tampoco el de un colectivo. La verdad es la realidad, y por tanto, una realidad a la que debemos acercarnos con respeto, como ahora estamos aprendiendo a hacerlo cuando comprometemos con alguna de nuestras acciones el medio ambiente.

El domingo pasado, un buen bloque de decisores, incluso, —me atrevería a decir que muchos de ellos de los más vulnerables del país— han optado libremente por una opción. Pero, ¿qué procedimiento siguieron para hacer esa decisión? ¿se informaron adecuadamente; pidieron consejo sobre lo que debían decidir; confrontaron lo que ha ocurrido antes con las propuestas totalitarias en nuestro país y en otros países? Lo lamentable, es que las personas más vulnerables son las que más sufren, precisamente, en los gobiernos totalitarios y estatistas. Lo que les parecía ser la solución de sus problemas, no es más que el medio para una situación aún más complicada.

Si antes de ejercer la libertad, el ser humano no se preocupa por reconocer la realidad, lamentablemente no llegará a donde deseaba ir, no alcanzará el objetivo que deseaba alcanzar. Porque, simplemente, por falta de los conocimientos adecuados, le ha fallado la elección del camino. Y el punto de llegada será otro, muy probablemente, muy lejos del que inicialmente se planteó como objetivo.

Una ultima reflexión para el entorno directivo. Una mayoría de votos en un comité o un directorio no aseguran que la decisión sea la debida. Lo decisivo no viene por el aspecto cuantitativo, sino por la cualidad —la calidad de cada uno de los votos. Para ser eficaz, cada uno de los miembros de dicho colectivo debe profundizar antes su conocimiento sobre la realidad en la que se decide. Solo la verdad, os hará libres…

En el orden de las cosas, lo primero es dar. En el orden de las personas, lo primero es aceptar

Alejandro Fontana, PhD

Ante la complejidad de nuestro vivir, viene bien tener algunas ideas que nos ayuden a decidir. Las decisiones son esenciales en la vida humana: siempre estamos decidiendo, aunque en ocasiones no seamos tan conscientes de sus consecuencias. Por eso, este artículo desarrolla un criterio que puede ayudarnos a distinguir las diferencias entre el plano de las cosas y el plano personal. Al distinguir esas diferencias, entendemos mejor la realidad. Entendiendo la realidad, es más fácil decidir mejor.

Los bienes materiales no existen para poseerlos, sino para darlos. Por eso siempre deben estar en tránsito, en camino de generar otros bienes superiores.  La principal característica de lo material es ser medio. Medio para otros bienes mayores: unas veces, otros bienes materiales;  y en otras ocasiones, unos bienes espirituales. En este sentido, un reloj es un medio para dar un bien mayor: ser puntual, tener orden en el día. Un carro permite obtener otros bienes mayores a él: un ahorro de tiempo, un orden personal; y también la capacidad de apoyar a otras personas: ahorrándoles tiempo, facilitándoles su trabajo. Además, un carro también puede ser un medio para la unión familiar: la familia sale el fin de semana y el carro les permite pasar juntos un día divertido. En este caso, la movilidad ha servido para incrementar la unidad familiar que es una riqueza muy grande. Y un ejemplo muy superior: la movilidad puede ser medio para el fortalecimiento de la unidad conyugal. Muchos maridos suelen dejar el carro en casa para que lo use su mujer: llevará los niños al colegio o  saldrá de la casa con más comodidad. En este caso, ese carro se ha convertido en un medio para un bien muy superior: es causa material de unión entre marido y mujer. Y como esta unión es esencial en la naturaleza humana, ha pasado a jugar un rol inigualable.

Hay bienes materiales que tienen la capacidad de personalizarse.  Es decir, bienes materiales capaces de expresar la personalidad de quien lo usa. Digo quien lo usa, porque los bienes materiales son siempre medios. Como no hay dos personas iguales, esta capacidad de expresar una personalidad particular, los hace singulares: se vuelven únicos. En este sentido, podríamos decir que hay bienes materiales que van con una personalidad y no con otra. O que una personalidad se expresa mejor en uno de ellos que en otro. Esta es la razón de ser de los distintos colores, las distintas formas y diseños que diferencian una posibilidad de otra. Aquella capacidad de expresar una personalidad amplifica la realidad material. Casi se podría decir que la universaliza, porque incluye la exclusividad de la persona. Por ejemplo, una señora que manda hacerse una joya. La combinación de las piedras preciosas, la forma y los metales utilizados, todo ello obedece a una expresión de su personalidad, a una riqueza que es personal. Y esto es una realidad natural, no artificial.

Esta capacidad de los bienes materiales para expresar la personalidad también juega un rol en la vida social. Pero no como una posibilidad, sino como una exigencia. Aunque al hombre le basta cubrirse para protegerse de las inclemencias del frío, la vestimenta cumple un rol más alto en la vida social. La combinación de formas y colores no son una arbitrariedad social, son la expresión de un dominio y de una sensibilidad interior. Por tanto, hay colores, formas y detalles que dibujan una personalidad. Y hay vestimentas que desdicen de ella.

Algunos consideran que el caos, la suciedad y el mal olor son expresión de autenticidad. Otros, que la libertad personal permite a un estudiante universitario presentarse en clase en ropa de baño y polo manga cero.   Pero el mal olor, la suciedad y el caos no expresan a la persona, la ocultan. La realidad personal es lo más digno de la creación: es lo más sublime, lo más refulgente. Ese conjunto andrajoso expresa en último término una ausencia de virtudes y hábitos en la esencia del sujeto. Y una esencia sin virtudes ni hábitos oculta la realidad personal. En consecuencia, no es expresión de autenticidad, sino todo lo contrario: esconde lo más auténtico del ser humano: su ser persona. Lo mismo le ocurre al estudiante universitario que piensa que es más libre, porque puede presentarse en clase en ropa de baño y polo manga cero.

Aunque el clima sea caluroso, sobre el bienestar físico siempre está la necesidad de crecer en hábitos y virtudes que el desarrollo de su personalidad le exigen al individuo. Quien es más dependiente del  entorno externo en sus elecciones es también el menos recio a la hora de las decisiones. Una característica de estos individuos es su facilidad para la queja: muchas variables externas les afectan, y por tanto, caen con facilidad en un agobio existencial. Agobio que los atormenta, en primer lugar, a ellos; pero también a los que conviven con ellos. Por el contrario, quienes son más capaces de soportar las dificultades externas son más firmes en sus decisiones; más tenaces en la práctica. Y esta actitud es un  buen fundamento para quien ambiciona grandes ideales.

De otro lado, la vida social es natural a la persona, y por tanto, fuente de enriquecimiento. Lo esencial de la vida social es la comunicación. Esta comunicación no solo se hace con palabras y gestos, sino también con los bienes materiales que el individuo dispone. Así como hay palabras que reflejan respeto, admiración, simpatía; también hay formas de vestir que reflejan estas actitudes. La vida social es una realidad natural de un orden superior al material; incluso al del propio bienestar físico. La vida social corresponde al mundo personal: a la relación entre personas; y en esta dimensión, más que en dar, lo primero como ya se ha expuesto al iniciar este artículo es aceptar. Una auténtica aceptación de los demás lleva a comunicarse con ellos con respeto, con admiración y con empatía. Por eso, ni el modo de hablar ni el modo de vestir deben estar ajenos a esta realidad. El modo de presentarse debe acomodarse a la aceptación que merecen los demás, por el hecho de ser personas.s

Algunos pueden pensar que estas afirmaciones solo pueden darse en un medio económicamente pudiente. No cabe duda, que la mayor disposición de medios materiales permite una mayor facilidad de prendas y de su combinación; pero no lo asegura, como lo prueba el mal gusto de muchos grupos pudientes. Supone, sobre todo, una riqueza interior.  En el interior de nuestro país, hay aún algunas comunidades andinas donde sus pobladores llevan una vestimenta colorida perfectamente cuidada. Allí no hay una riqueza material abundante, pero este detalle revela, sin ninguna duda, su riqueza personal. Una riqueza que no se ha perdido a lo largo del tiempo, sino que se ha conservado, a pesar, incluso, de las dificultades económicas por las que estas comunidades han atravesado.

Volviendo al orden de las cosas, en esta dimensión no solo hay bienes materiales, también los hay inmateriales. Y al igual que los primeros, su razón de ser también es el dar. Pero como son inmateriales, cuando se dan no se agotan. Por tanto, habría que decir que más que entregar, se comparten. Estos bienes son los conocimientos del orden material. Hay dos grandes grupos de este conocimiento: los de la propia experiencia y los del experto. En ocasiones, solemos darle mucha importancia a este segundo: lo vemos como más alturado, más seguro, más firme. Estas cualidades corresponden a este tipo de conocimiento, sin embargo, no hay que despreciar el conocimiento experimentado: aquél que cada persona va adquiriendo con su experiencia de vida. Por ejemplo, un médico no debe despreciar las sugerencias de su paciente: no debe olvidar que quien experimenta la enfermedad es el paciente. Él es quien percibe los cambios de la medicación, quien siente los síntomas, quien mejor puede dar razón de las distintas combinaciones de tratamiento, medicación, clima y una larga enumeración de variables. Muy sabiamente, un gran médico internista enseñaba a sus alumnos que el paciente siempre tiene la razón. Por tanto, un conocimiento experto que desprecie el conocimiento experimentado comete un grave error.

El conocimiento es un bien inmaterial que tenemos para compartirlo. Esa es su razón de ser. Cuando se da, además, se incrementa. No solo en el número de personas que lo poseen, sino también en profundidad. Quien enseña, quien lo comparte, es quien más aprende: es quien más profundiza. Siempre se abre a detalles aún no descubiertos, tanto en lo que respecta a su divulgación como en la propia cuestión. Por eso, estamos llamados a compartir lo que dominamos. Es una de las mejores formas de alcanzar un dominio mayor. Pero su razón de ser es enriquecer a otros. En el orden de la cosas, lo primero es el dar.

Esta realidad del mundo de las cosas contrasta, sin embargo, con la actitud de muchas personas. Para algunos, los bienes materiales sirven para expresar una imagen. No una personalidad, que sería lo apropiado; sino una imagen que no es propia, pero que se busca que otros la tengan de sí. Hay personas que adquieren un carro para reflejar algo que no son o algo que es incluso contrario a lo real. Por ejemplo, hay quien adquiere un carro lujoso para que sus clientes piensen que cuando va a visitarlos, no le interesa su dinero, cuando realmente es así. En estos casos, se falsea la realidad. Cuando esto sucede, se produce un deterioro en la propia personalidad. Aparecen unos motivos diversos a lo real, y la personalidad pierde su natural trasparencia. Ya no se mueve solo por la verdad, sino por otros motivos que guarda en su intención. Entonces ya no emerge el ser personal en toda su claridad. Y este proceso tiende a ser, lamentablemente, creciente. 

Por eso el mundo comercial se equivoca cuando piensa que el incremento de las ventas debe promoverse a través de la promoción de una imagen que no corresponde a lo real. Algunos hablan de aspiraciones internas; otros de promover la autenticidad, lo que cada uno desea ser. En cualquiera de los casos, las situaciones promovidas no reflejan la realidad de la persona: son más bien imágenes artificiales sin un fundamento real. Por esto mismo, serán imágenes débiles que en lugar de constituir un despliegue objetivo, y por tanto, predecible, aunque creativo y abierto a la universalidad, constituirá un conjunto aleatorio, errático y, en algunos casos, hasta degradante. Al no fundamentarse en la realidad de la persona, aquellas construcciones promovidas por el mundo comercial no tienen un asidero consistente, no responden a exigencias de la persona. No son, por tanto, algo propio, sino ajeno y extraño. Su existencia es temporal y efímera.

En cambio todo lo que se promueva atendiendo a la realidad personal; todo aquello que contribuya a que su esencia sea capaz de expresar la riqueza del ser personal, al permitirle ser su realidad más propia, resultará en una fuente de interés y de atractivo más fácil de predecir, por lo consistente; y será mucho más creativo. Una característica del ser personal es su creatividad.

Este conjunto de reflexiones pueden servir para tener una idea más precisa de la diferencia que se da entre el orden de las cosas y el orden de las personas. Distinguir esta diferencia y sus consecuencias puede servirnos para decidir mejor, y para ayudar a decidir mejor.

El mayor aporte al conocimiento de quién y cómo somos

Alejandro Fontana, PhD

Un día como hoy, no podría dejar de hacer referencia al hecho histórico que más repercusión ha tenido en la historia de la humanidad. Si miramos la existencia del hombre a lo largo de todo el tiempo transcurrido, no se ha producido ningún cambio más significativo en nuestro modo de pensar y de ser, que el que ha introducido el Rabí Jesús de Nazareth.

Ningún pensamiento o doctrina ha revelado más al hombre el enorme potencial del que es capaz. Ninguna exposición ha sido tan inspiradora – y sigue siéndolo – para hombres y mujeres. Personas de muy diversas condiciones, de diversas culturas y costumbres han encontrado un sentido tan trascendente a sus vidas, que su influencia no solo ha tenido impacto mientras vivían, sino que han llegado a personas que nunca las conocieron. Y siempre con una característica, un movimiento a la bondad, al servicio, al darse uno mismo.

Pero este es un pensamiento que no se construyó entre unos hombres que idealizaron una figura humana. No se trata de un ideal imaginado, sino de una persona humana concreta, que existió y que fue conocida como Jesús de Nazareth. Así lo confirman historiadores no cristianos como Flavio Josefo, de origen hebreo, que escribió de él en su obra Antigüedades de los Judíos,  un escrito anterior al año 100 de nuestra era; o el testimonio de Plinio el Joven, un romano de noble alcurnia, cónsul en Bitinia y el Ponto, que escribe de él en sus Epístolas a Trajano el año 112 ó 113 de nuestra era; o las referencias de Tácito, otro historiador noble romano, que recoge lo que los discípulos de Crestos han  sufrido en los relatos que hace sobre las actividades de Nerón.  

Y ¿qué introduce este personaje tan singular en el pensar y modo de ser humano? ¿qué deja tras de sí que impacta tanto a los hombres, también a aquellos que se han movido y se mueven en el mundo de la empresa?

Lo que Jesús de Nazareth descubre a la humanidad son aspectos que ningún hombre o mujer hubieran podido imaginar nunca. Pienso que nos descubre modos vivir que para nosotros eran inconcebibles; incluso, algunos de ellos, lo siguen siendo el día de hoy. Ahora mismo -y con toda la carga de cristianismo que tiene nuestra civilización-, tengo la impresión que sabemos muy poco de lo que es el amor. Y para mostrarlo, simplemente quiero contraponer la idea que tú, lector, tienes de esta cualidad, con una expresión de San Agustín de Hipona, escrita ya en el siglo V de nuestra era, pero que aún hoy puede ayudarnos a reconocer que sabemos poco: “si no amas a todos, no amas a nadie” … ¿No es cierto que al comparar ambas ideas o expresiones -la propia y la de Agustín de Hipona-, uno se queda con la impresión de que aún sabe poco del amor?

El desconcierto que produce la belleza y excelsitud de la doctrina cristiana llevó a que Romano Guardini se cuestionara por su origen en la siguiente dirección. El hombre que ha explicado estos ideales y consejos de vida, Jesús de Nazareth, es el mismo que dijo de sí mismo ser Dios. Por lo tanto, se cuestiona este autor alemán, ¿o estamos ante un desequilibrado que dice de sí mismo ser Dios, y que, sin embargo, ha inventado una doctrina sumamente excelsa y admirable, o estamos realmente ante el mismo Dios, que ha venido a explicarnos hasta qué alturas pueda aspirar el ser humano?

A partir de la consideración de que es el mismo Dios el que nos ha venido a enseñar cómo ser humanos, Benedicto XVI, en una Lectio divina al Seminario de Roma, el año 2011, destacó cuatro rasgos eminentemente cristológicos. Podríamos decir, cuatro novedades para la humanidad que el Rabí de Nazareth, Dios encarnado, introduce radicalmente en el pensamiento humano:  la humildad, la mansedumbre, la magnanimidad y saber sobrellevar a los demás con el amor.

Humildad, que no consiste solo en una disposición de modestia, sino fundamentalmente, y esto es lo radical, en el hecho mismo de imitar a un Dios que es capaz de rebajarse hasta hacerse criatura, “que se rebaja hasta mí, que es tan grande que se hace mi amigo, sufre por mí, muere por mí”. O lo que es lo mismo, ha venido a enseñarnos que sin humildad, no es posible amar, porque humildad y amor son dos caras de la misma moneda.

Mansedumbre, como actitud indispensable para ayudar a ver estas características sublimes de la naturaleza humana. La verdad no puede imponerse, solo cabe que se acepte libremente; y por eso, debe convencerse “sin violencia, … con el amor y la bondad”; con una actitud de apertura y de mansedumbre, aunque esto tome tiempo, y nos cueste ir a ese ritmo.

Magnanimidad, que siempre significará ir más allá de lo justo, de lo debido. Al observar la actitud divina, esta es una de sus claves. No se queda en “lo estrictamente necesario”, sino que nos enseña que tenemos la capacidad de darnos “a nosotros mismos con todo lo que podamos”.

Y finalmente, saber sobrellevarse con el amor. La alteridad es el reto propio de la naturaleza humana, porque la persona no se explica a sí misma solo en la individualidad, sino en la co-existencia con otros. No es viable el individuo humano solo; es más bien, un ser social por naturaleza. Por eso, solo en comunidad con otros puede llegar a ser lo que está llamado a ser. De allí la razón de ser de la familia, de la Iglesia y de la sociedad.  Y la gestión de esta alteridad requiere como fundamento el amor; eso sí…con sus características divinas: aquellas que Agustín de Hipona llegó a reconocer.

Con esto, espero haber ayudado a reconocer que los hechos que recordamos en estos días son los que más han contribuido a que podamos identificar el potencial de nuestra naturaleza. A partir de allí, podemos generar muchos impactos positivos en el mundo empresarial. Es una tarea muy bonita, reservada a los que compartimos esta doctrina y a todas las personas de buena voluntad…

El reto de la belleza personal: pasar de la atención externa a la interna

La belleza de la amistad. Imagen cortesía de Pixabay

Alejandro Fontana, PhD

Las facilidades que nos da nuestro tiempo, los avances científicos y tecnológicos, la imagen que proyecta Hollywood y los medios de comunicación han hecho que cada vez sea más asequible estar pendientes de nuestra apariencia física. Hoy en día se pueden encontrar suplementos vitamínicos especializados; alimentos balanceados adecuadamente o enriquecidos de modo que el efecto nutritivo sea mayor; especialistas que pueden aconsejarnos sobre las cantidades apropiadas de los distintos alimentos; y por supuesto, una gran disponibilidad de productos cosméticos, de rutinas físicas perfectamente estudiadas y una gran disponibilidad de espacios donde poder llevarlas a cabo.

Al mismo tiempo, son muchos los que experimentan positivamente los efectos que puede generar una buena apariencia física. No cuentan únicamente razones de salud, sino, fundamentalmente, efectos en la interacción personal. La belleza humana siempre ha sido un factor de admiración; esto lo reconoció ya el mundo griego, cinco siglos antes de Cristo. Esta civilización se preocupó por premiar la belleza corporal, a tal punto que cuando el pueblo romano -fundamentalmente agrícola y militar- en su expansión de dominio llegó a Atenas, quedó totalmente fascinado por las expresiones de belleza que encontró: esculturas, mobiliarios, adornos, refinamientos, baños, perfumes, ropas delicadas, gimnasios, etc. Se dice que el deslumbramiento de los romanos fue tan grande, que se afirma que no fue Roma quien conquistó Atenas, sino Atenas la que conquistó Roma. La civilización griega absorbió por completo a la población romana, e instaló en este pueblo su forma de vida.  

La buena apariencia física tiene, por tanto, un efecto cautivador inmediato, que se tangibiliza en el número de admiradores. Y quienes experimentan este efecto -la capacidad de atraer de modo instantáneo-, quedan cautivados por su eficacia. Por eso, no es extraño que mucha gente -joven y madura- esté hoy día, de alguna forma, obsesionada por tener un cuerpo ideal.

Como casi todo en la persona humana, no existirá ningún problema si hay un autocontrol capaz de evitar la fascinación y la obsesión, como comenta el Prof. Sarráis, por la apariencia personal y de los demás. Este autor señala que quien se deja arrastrar por un cuidado de la apariencia física demandante, termina esclavo de dos pasiones: la envidia que le producen otros cuerpos mejores y más bellos que el suyo, y los celos que padecerá cuando sus admiradores alaben o admiren más a otras personas.

Otro inconveniente que este autor también señala a una atención excesiva a la apariencia física es el hecho de solo valorar en los demás su apariencia externa. Sin pretenderlo, deja de lado una belleza que es mucho más importante para la persona humana: la belleza interior, es decir, la bondad personal.

El cuidado del propio cuerpo obedece al deseo que todos experimentamos por sentirnos bien en él. Este argumento es necesario, pero no es suficiente, porque como persona humana, tenemos un propósito de vida. Centrarse en sentirse bien impide que uno salga de sí, y que por tanto, no pueda enfocarse en hacer el bien. Esto es, en trabajar, precisamente, la belleza interior. Como comenta el Prof. Sarráis, si la persona humana no da este paso, lo más probable es que ponga su razón al servicio de ese sentirse bien en su cuerpo, y acabe auto-engañándose, pensando que la finalidad de su cuerpo es producir sensaciones placenteras, aunque ellas le dañen su cuerpo y su mente.  Sin duda, tenemos aún un reto por delante…

Satisfacción de necesidades y generosidad

Alejandro Fontana, PhD

En el contexto del management, hay muchos autores que han entendido que el sentido primordial de la existencia humana es la ‘satisfacción de necesidades’; unas carencias que podrían clasificarse como materiales, de conocimiento y afectivas. Para Leonardo Polo, sin embargo, esta visión hace imposible la sociedad, porque una sociedad de consumo empobrece, degrada.

Que la persona humana tiene necesidades es un hecho real, pero reducir la vida personal a solo el desarrollo propio es un error. Las necesidades en la persona tienen sentido de medio: son bienes para alcanzar otros bienes que no son necesarios para uno mismo, sino para otros como uno: seres humanos. La misma viabilidad del ser humano ha sido confiada al cuidado de otros seres humanos, quienes deben velar por él. Esta es la experiencia que todos nosotros tenemos del cuidado que recibimos de nuestros padres en los primeros años de vida. Ese cuidado fue esencial para la viabilidad de nuestro ser. El hombre es confiado a otros; y en especial, a la mujer.

El fin del hombre no es, por tanto, su propio desarrollo; sino preocuparse y darse al cuidado de otros. Como persona, el ser humano es un ser donante; es un ser capaz de atender a los demás. Podríamos decir que su razón de ser es la paternidad, pero no solo una paternidad biológica, sino el cuidado y la responsabilidad extendida a todos los que están, de algún modo u otro, cerca de él.

Con estos fundamentos sobre la realidad humana, creo que ahora podemos pensar en el modo como usamos y disponemos de nuestros bienes materiales. En concreto, de la disposición interior que tenemos para compartirlos con otros. Preparando este breve artículo, revisé, hace unos días, una publicación de IPSOS, que basada en el Censo de Población de 2017 y en la Encuesta Nacional de Hogares de 2018, ofrece datos sobre la composición socioeconómica de nuestro país. El resultado fue el siguiente: el 2% de la población del Perú pertenece al segmento socioeconómico A, es decir, tiene un ingreso mensual mayor a 12,660 soles; y el 10% de la población pertenece al segmento socioeconómico B, o sea, tiene un ingreso mensual mayor a 7,020 soles.

Muy probablemente, al ir leyendo este documento habrás comprobado, y no con cierto asombro, que estás entre el 2% más favorecido de la población peruana.  Al mismo tiempo, es probable también que se hayan venido a la mente todos los bienes que aún no posees, y te hayas visto como una persona muy necesitada. Sí, es una reacción propia de nuestra imaginación; pero lo que es muy evidente, ante estos datos reales y ante el hecho de que por naturaleza somos seres donantes, que tenemos -que tienes- por delante una gran responsabilidad. Siguiendo con la imagen de la paternidad que mencioné anteriormente, tenemos un claro llamado a sentirnos responsables de muchas personas que están a nuestro alrededor.

Esto no significa que ahora debamos salir a repartir todo lo que tenemos a las personas que andan por las calles pidiendo limosna; significa, más bien, que al momento de disponer de los recursos materiales que tenemos, seamos conscientes de esta paternidad. Habrá quienes estén llamados a generar más puestos de trabajo; otros, a tener juntos con amigos iniciativas en beneficio de los menos favorecidos: niños, ancianos, enfermos, personas con algunas limitaciones. Nos tocará también apoyar más las iniciativas educativas que fomentan la generación de valores en nuestro país. Y también, nos tocará incluir en la formación de nuestros hijos y colaboradores el valor de la generosidad. Y probablemente, esto último, más que con razonamientos, con comportamientos que sean generosos.

Una pregunta adecuada es ¿cómo, cada uno de nosotros, estamos viviendo la generosidad? Cuando alguien se acerca a pedirte algo, ¿compartes algo con él: una propina, un dulce, una mirada amable? Cuando alguien nos atiende en un restaurante, ¿cómo reconoces esa atención? ¿qué tan magnánimo eres con la propina?

Como menciona Lucià Pou i Sabaté, generosidad es “…salir de uno mismo, dejar de estar ‘en-si-mismado’ -metido en sí mismo- y pasar a estar ‘en-tu-siasmado’ -volcado hacia el tú de los demás-”. Y ella misma concluye: “quizá aparentemente ‘no sirve de nada’, pero cuando falta no queda nada que sirva.

¿Quién quiere ser presidente?

Imagen: Desfile folklórico. Cortesía de Pixabay

Alejandro Fontana, PhD

Estamos a un mes de las elecciones presidenciales en nuestro país. Para todos, una fecha importante, porque definiremos cómo enfrentaremos el futuro del país. De hecho, ningún país es ajeno a la calidad de sus gobernantes; menos aun, uno como el nuestro, que recién esboza el segundo centenario de existencia autónoma.

Hace pocas semanas, un amigo me recordó que varios siglos atrás, un pensador griego dejó escrito: “o los más capaces y honorables de una sociedad aceptan el reto de gobernar su sociedad, o tendrán que soportar luego ser gobernados por los menos capaces y los menos honorables”.

Gobernar una empresa, un club deportivo, una nación, incluso, una organización caritativa exige unas capacidades intelectuales y de la voluntad, una dedicación, una entrega y un esfuerzo, realmente, muy exigentes. Tanto así, que un profesor con mucha experiencia de la Escuela de Dirección donde trabajo, habitualmente, comenta: “quien desea gobernar un país, ¿o es un loco o es un santo? ”. Un loco, porque no sabe en qué se está metiendo, totalmente obnubilado con la ilusión del poder; un santo, porque sabiéndolo, al mismo tiempo se ve llamado a asumir esa gran responsabilidad, no por él, sino porque dándose cuenta de las capacidades que posee, entiende que esas capacidades deben ser puestas al servicio de las personas más necesitadas de ese país.

Pienso que la reacción ordinaria cuando a alguien le ofrecen un puesto de gran responsabilidad es tener una negativa inicial a aceptarla. O que internamente se diga un “¡ojalá no sea yo!” cuando ve acercarse la posibilidad de tener que asumir una responsabilidad grande. Ver la responsabilidad cerca de uno y ver al mismo tiempo las debilidades que se tienen, me parece que son la causa de que emerja, casi de modo natural, esta reacción de rechazo. Más aún, pienso que si no brota este rechazo es, porque uno no se conoce bien a sí mismo: no llega a percibir la brecha que hay entre el perfil necesario para enfrentar dignamente responsabilidades tan grandes y el pobre perfil que uno encuentra en sí mismo.

Indudablemente, en esos momentos, uno también debe considerar que cada persona humana tiene una razón de ser, y que hay algo que se espera de él. Y tener presente, al mismo tiempo, que esta razón de ser se desvela entre las circunstancias que le rodean, su calidad motivacional  -el afán de servir a los demás que posea-, y las capacidades personales que uno sí llega a percibir en sí mismo. Entonces, y solo luego de esta reflexión, uno puede llegar a reconocer -sin falta de humildad-, que en ese momento determinado ella misma, aunque no lo quiera creer, es la persona más preparada, por diversas circunstancias, para asumir esa gran responsabilidad. Y, además, cuando esto ocurre, uno consigue ver que todo lo que le ha ido ocurriendo en su vida hasta ese momento ha apuntado a esa responsabilidad; ha sido, sin pretenderlo, una preparación para asumir esa responsabilidad mayor.   

Una anécdota que me parece significativa es la del joven príncipe Enrique de Baviera a finales del primer milenio. Él tuvo como instructor y maestro a un monje santo, que se encargo de su educación intelectual y en valores. A los pocos días del fallecimiento de este monje santo, su instructor y maestro, el joven Enrique tuvo un sueño. En él, escuchó que su maestro le decía “dentro de seis”. El joven Enrique pensó que solo le quedaban seis días de vida, y por lo tanto, optó por ordenar sus cosas y su conciencia para prepararse al final de su vida. Pero pasaron los seis días, y no sucedió nada; entonces, pensó: “no son seis días, sino 6 meses”. Y entonces, procuró vivir esos seis meses como si fueran los últimos de su vida. Pero pasaron los 6 meses, y no volvió a ocurrir nada. Entonces, se dijo a sí mismo: “será entonces, dentro de seis años”. Y entonces, decidió vivir procurando lo mejor para sus súbditos, llevar una vida piadosa y recta, y vivir pendiente de que en seis años tendría que dar cuenta a Dios. Pero cuando se cumplieron los seis años, no solo no murió, sino que fue nombrado Emperador del Sacro Imperio Romano. Los seis años habían sido la mejor preparación para desempeñar una responsabilidad tan grande. Esos años pendiente de los demás y no de sus propios intereses, hicieron que Enrique de Baviera fuera un gran emperador de Alemania; un gobernante que rigió el imperio con justicia y misericordia; y un emperador que siempre vivió pendiente del servicio a su pueblo, y muy especialmente, de las personas más necesitadas.

Los puestos de responsabilidad más altos requieren personalidades con capacidades intelectuales, con carácter, con rectitud de vida, con capacidad de sacrificio, con sensibilidad por los más necesitados, estar desprendido de los bienes materiales y los halagos, ser humilde, ser magnánimo, … y contar con buena salud.  Ud., ¿quiere ser presidente?…

Directivos adolescentes: el paso de la autoconsciencia de la sensibilidad a la autoconsciencia de la racionalidad

Niño adolescente. Imagen cortesía de Pixabay

Alejandro Fontana, PhD

Una problemática frecuente en nuestros días es encontrarnos con muchos colaboradores e incluso colegas en quienes aún prima la dependencia a lo sensible en el gobierno personal, en lugar de una motivación racional. Frases como: “ese tema no me gusta”, “no me siento bien”, “estoy aburrido”, “me desanima tanta gestión” son bastante frecuentes; y si no se usan, lo que vemos es una actitud que se caracteriza por sus equivalentes.

Sin embargo, este tipo de comportamientos no nos deben llamar la atención excesivamente. La persona humana es un sujeto que pasa, a lo largo de una parte de su vida, por un proceso de cambio en el eje de su autoconsciencia. En concreto, pasa de una conciencia basada en la sensibilidad a una basada en lo racional.

Cuando un bebé llega al mundo, su contacto con el entorno se hace enteramente a través de sus sentidos; y no todos al mismo tiempo, sino unos primero y otros después. Por ejemplo, al inicio no abre los ojos, pero siente y oye. Reconoce, fácilmente, el sonido de los latidos del corazón de su madre -los mismos que ya percibió cuando aún estaba en su seno. Y luego, cuando abre sus ojitos, su mirada lo observa todo con atención, y cada vez va siendo más consciente de dónde está, qué debe hacer para comer, cómo puede llamar la atención, etc.

En la persona humana, por tanto, el ingreso a la autoconsciencia se da por la puerta de la sensibilidad; pero de allí debe seguir avanzando, y este avance supone un cambio de fuente de la autoconciencia, pasar de la sensible a lo racional.  En concreto, este paso caracteriza una etapa de la vida, la adolescencia, el momento donde se produce esta crisis de crecimiento.   

Junto con el asentamiento de la racionalidad como fuente de autoconsciencia, en este momento también se da el despertar de la voluntad como capacidad para perseguir unos bienes que ya no son sensibles, sino que poseen un carácter de bondad que ha sido descubierto, precisamente, por la inteligencia; y que de ordinario, no son inmediatos, sino lejanos; y que exigen un esfuerzo; y que además, deben competir con aquellos otros bienes que siendo sensibles, son inmediatos, y que se presentan, en este momento, con todo el fulgor de su atractivo. La adolescencia es, por tanto, la etapa de la vida donde nacen los conflictos entre bienes pequeños y grandes; inmediatos y lejanos. Y este conflicto es el que genera las crisis que observamos en los adolescentes.

Pero, ¿en qué radica la importancia de esta crisis?

Este paso es crucial para la persona humana, porque el ser humano para sobrevivir -a diferencia del resto de seres en la naturaleza-, no se adapta al ambiente; sino que, más bien, adapta el ambiente a sus características naturales, y esto lo hace a través de su trabajo. Ahora bien, las facultades de la naturaleza humana que permiten el trabajo son, precisamente, la inteligencia y la voluntad. De allí la importancia del desarrollo de estas facultades, y que ellas sean las que definan las decisiones personales. Y ¿cuál es el principal peligro en este proceso de maduración personal, de paso de una autoconciencia basada en lo sensible a una fundamentada en la racional?

El peligro en esta maduración interior, no externa o física, es que el individuo se quede a mitad de camino, y siga viviendo aún con una dependencia grande a lo sensible. Es decir:

  • Tiene ideas en su intelecto, pero estas son débiles; no terminan de definir su actuación, y sigue escuchando mucho las advertencias y consejos de sus sentidos externos e internos.
  • Posee una voluntad que acepta el esfuerzo como un medio necesario, pero que al mismo tiempo lo rehúye, y lo esquiva lo más que puede. Reconoce que es bueno, pero es un camino que le cuesta mucho, y que por tanto, no es imprescindible recorrerlo. En todo caso, más adelante; pero ¡hoy, …mejor no!
  • Una dependencia muy marcada a cómo se siente: “no estoy animado”, “no sé que quiero”, “estoy cansado”, “no sé si estoy deprimido”, “me aburro…”

De hecho, si tienes hijos adolescentes, habrás visto este tipo de reacciones con frecuencia. Lo que debemos señalar, ahora, es que de este estado conviene salir pronto, porque es fácil que se extienda si no se reacciona, y que nos encontremos, en la empresa, con directivos adolescentes.

Las facilidades y comodidades que nos ofrece nuestra sociedad y un conocimiento poco adecuado de la naturaleza humana por parte de los padres de familia y educadores están favoreciendo que la adolescencia se extienda, incluso, más allá de los 40 años, y a parejas con hijos. Se trata de personas dependientes de su propia sensibilidad, y como consecuencia, dependientes también de los recursos y medios de sus padres. Una madre de familia joven comentaba en una ocasión: “en mi casa yo no cocino; mi mamá me trae todos los sábados por la noche la comida para toda la semana”.

Y para salir de esta crisis de crecimiento personal, ¿qué conviene hacer?

En primer lugar, ser consciente que es una fase del desarrollo humano; que es una crisis de crecimiento personal; y que, por tanto, cuando se presenta en dimensiones acotadas, no debe extrañarnos, ni hacer que nos sintamos mal. Si en cambio, la percepción es que se ha escapado de contexto, será necesario pedir ayuda.

En segundo lugar, que es necesario que de modo personal se dé el paso del cambio de criterio de la autoconciencia: activar la inteligencia y la voluntad. Para esto, razonar las alternativas antes de decidir; y marcarse metas a cumplir, es decir, desarrollar la voluntad. El Prof. Joan de Dou, responsable del curso sobre Self-Management en el IESE, nos sugería a un grupo de profesores del PAD Escuela de Dirección la conveniencia para la madurez de la personalidad, de contar con un pequeño horario diario y una agenda semanal. El horario debía consistir solo en seis actividades a hacer siempre a la misma hora: levantarse, desayunar, almorzar, comer, acostarnos, y alguna a libre elección. La agenda semanal consistía en fijar al inicio de la semana las seis actividades del conjunto de pendientes que debíamos intentar resolver esa semana.

Y en tercer lugar, algo que los pensadores escolásticos ya habían descubierto: que hay que dedicar tiempo a descubrir el propio fin personal, la razón del propio ser. Los clásicos griegos, y en esto se basaron los pensadores de la Escolástica, afirmaban que “el fin es lo primero en la intención, y lo último en la consecución”. Por eso, si alguien está dentro de esta crisis de crecimiento, lo conveniente es que se pregunte por su propia razón de ser, por cuál es el fin de su vida, y cuál es el aporte que se espera que él haga. Como comenta Viktor Frankl, “no importa tanto qué esperas tú de la vida, sino lo que la vida espera de ti”.    

Felizmente, siempre podemos caer en la cuenta que somos seres libres que no eligieron ser libres. Esa elección la hizo Alguien, y la hizo previa a nuestra existencia. Por tanto, a El le podemos pedir que nos ayude a ver qué espera de cada uno de nosotros, al mismo tiempo que le agradecemos habernos elegido para vivir y gozar de tantas cosas maravillosas que hemos vivido; sin duda, como el cariño desbordante de nuestra mamá.

Quizás tome tiempo descubrir este fin personal; pero una inquietud abierta por conocerlo, nos permite dar un gran paso en este proceso de cambio de una autoconsciencia centrada en la sensibilidad a una enfocada, cada vez más, en la racionalidad.     

El reto de la resiliencia en la personalidad del directivo

Imagen: Montañistas, cortesía de Pixabay

Alejandro Fontana, PhD

Una de las características personales más valoradas en el mundo empresarial de hoy es la llamada resiliencia. No es difícil que no lo hayamos leído en algún artículo. Guillermo Quiroga lo expone de modo muy preciso en Los MBA más vigentes que nunca…sí se adaptan. Y es que todos, por efecto de la actual pandemia, hemos comprobado que un directivo también debe ser capaz de enfrentar la incertidumbre.

Lo que, sin embargo, no está tan claro para muchos de nosotros es cómo se adquiere esta competencia, cómo un directivo o un futuro directivo construyen esta cualidad. Este es precisamente, el objetivo de este breve artículo.

Lo primero que debemos notar es que se trata de una cualidad interna, y no de una componente física. Si tuviéramos que definir la resiliencia, lo más apropiado sería decir que es la tolerancia a la frustración. Como comenta Sarráis, la tolerancia a la frustración permite enfrentar situaciones desagradables, pero con buen ánimo. Es decir, de modo optimista, con sentido estratégico, sin temores, con paciencia y con capacidad para animar y entusiasmar a otros en la solución de la problemática que se vive.

En segundo lugar, que la tolerancia a la frustración se construye cuando hay exposición a situaciones adversas. Por tanto, en la educación de las nuevas generaciones no habría que huir tanto de las situaciones que pueden producirles algún tipo de sufrimiento: obsequiarlos con muchas comodidades; reaccionar favoreciéndolos inmediatamente y sin razonar sus reclamos y quejas; evitarles todo lo que les suponga dolor; consentirles no comer de todo; no pedirles responsabilidades en tareas de la casa, etc.

Si la resiliencia llama la atención en este momento, es, sin duda, porque en la personalidad de los directivos actuales no se presenta con la frecuencia que se esperaría. En este sentido podríamos preguntarnos, ¿qué actitud de los directivos está compitiendo contra el desarrollo en ellos de esta capacidad?

Pienso que la respuesta la podemos encontrar en una excesiva dependencia afectiva a la propia apariencia física. Es cierto que uno de los retos que todo adolescente debe superar es la aceptación de su propio cuerpo: algo que puede volverse muy costoso, por diversos motivos, para algunos jóvenes. A las chicas de 15 años de Corea, por ejemplo, les preocupa mucho no tener doble línea en los párpados -como la tienen los occidentales-, a tal punto, que la operación para crear esta doble línea en los párpados se ha convertido en una de las cirugías más solicitadas en ese país. Como comenta Sarráis, todo ser humano tiene la capacidad de percibir y disfrutar de la belleza física propia y de los demás. Y por este motivo, agrega este autor, las personas que se sienten atractivas, elegantes y en forma, se sienten bien consigo mismos, y disfrutan, por lo tanto, de la aceptación y la admiración de los demás.

Pero este autor también explica que esta búsqueda por la perfección corporal para sentirse bien, que en la actualidad, ha producido una preocupación por el ejercicio físico, la comida sana y la prevención de algunos hábitos nocivos para la salud, cuando se sale de los límites normales por exceso -un proceso que puede iniciarse desde la infancia por influencia de los mayores, pero también por las experiencias gratificantes que se perciben por la apariencia física-, convierte al cuerpo en la única fuente de satisfacción física y afectiva.

Y esto, como comenta Sarráis, genera una fuente de exposición a la frustración. Las sensaciones físicas placenteras, las sensaciones por las modificaciones corporales generadas por el ejercicio físico, la admiración de los demás, el éxito social obtenido con la apariencia física y los triunfos deportivos producen unas gratificaciones afectivas que siempre serán pasajeras. Que además, siempre tienen un alto riesgo de adicción, y que estarán acompañadas por el temor, cada vez más creciente, de perderlo todo.  

En estas circunstancias, ¿qué conviene que los directivos recuerden o tengan presente? Que somos seres materiales orientados a lo espiritual. Es decir, con una serie de posibilidades físicas, pero todas ellas orientadas hacia una razón de ser, que cada uno debe descubrir. Y esto es lo más bonito de la vida. No vivimos para nosotros mismos; no somos una pieza receptora de admiración por su apariencia física; somos seres abiertos, capaces de desarrollar cualidades mucho más importantes que la resistencia para correr o correr más rápido: dominio de temas, novedad en la comunicación, creatividad en la solución de problemas comunes, afabilidad en el trato, empatía, optimismo, sencillez o sentido del humor. Y todo, para enriquecer, siempre, la vida de quienes nos rodean, cerca o lejos.

Como la tolerancia a la frustración la desarrollan las personas que soportan el sufrimiento sin quejas, a los que se están preparando para ser los directivos de mañana, hay que insistirles que no teman el sufrimiento; que no huyan tanto de él. En medio de las actividades ordinarias, podrán construir la resiliencia si reciben una llamada de atención sin tomárselo como algo personal; si aceptan con esperanza el dolor moral por el sufrimiento de un ser querido; si no se preocupan excesivamente por haber hecho una presentación que no salió como hubieran deseado; si soportan el uso de ropa formal a pesar del calor; si se acostumbran a comer las pasas de un cake o de un panetón; si retrasan unos minutos tomar una bebida cuando sienten mucha sed.

Algunas de estas acciones podrán parecer detalles sin mayor importancia, pero las capacidades internas solo se construyen, precisamente, en base a pequeños detalles. Eso sí, muchos, y a lo largo de un buen tiempo.         

La Inteligencia Emocional en la dirección de empresas: la necesidad de aprender a controlar la propia afectividad (II)

Alejandro Fontana, PhD

Cortesía de Pixabay

Si en la primera parte de este artículo revisamos la afectividad como una fuente de conocimiento sensible, en esta parte la revisaremos, más bien, en su otra componente de motor de la acción humana.

La persona humana tiene dos motores para actuar. De un lado, la afectividad, y de otro, la voluntad. El primero de ellos, la afectividad, es un motor que responde al conocimiento captado por las facultades sensibles: nuestros sentidos internos y externos; en el segundo, la voluntad, la acción responde al conocimiento captado por la inteligencia.  Este conocimiento es más amplio y exige una calidad mayor al bien.

Por este motivo, se dice que el movimiento propio de la voluntad es más perfecto, más proporcionado -o racional-, que es lo mismo. La inteligencia es capaz de valorar aspectos que los sentidos no son capaces de apreciar. Por ejemplo, las facultades sensibles nos pueden llevar a pensar que la secretaria que ingresa a nuestra oficina mientras estamos trabajando concentrados en el análisis de un reporte, interrumpe nuestra concentración; y que eso justifica una reacción violenta. Esa reacción es producto de la lectura que hacen nuestros sentidos internos.

Sin embargo, esta lectura deja de ver otras realidades que son mucho más importantes, y que una inteligencia prudente, sí es capaz de captar: por ejemplo, que ha ingresado a la oficina una persona humana que es única, irrepetible e insustituible, y por tanto, nuestra atención se debe a ella por encima de cualquier otra realidad; que esa persona, como tal, tiene un criterio, y que no nos molestaría si el tema no fuera realmente importante; o que la cuestión puede ser tan significativa para la actividad de la organización, que si no se nos pide una decisión en ese momento, los procesos se paralizan. Todos estos criterios no los entienden las facultades sensibles, porque ellas solo se centran en su mundo. Por tanto, su lectura es, y siempre será, parcial.

En ocasiones, este tipo de situaciones producen los conocidos conflictos de interés. Los afectos desean conducir la actitud hacia una dirección opuesta a la que la inteligencia empuja. Para resolver adecuadamente estos conflictos de interés conviene reconocer algunas características de la afectividad como motor de acción. Esto es lo que trato de recoger en este artículo.

En primer lugar, la afectividad siempre es un movimiento reactivo. Es la respuesta de nuestras facultades sensibles ante un estímulo. Lo opuesto a esto es un movimiento autónomo. Lo que la afectividad produce no es algo que yo quiero, sino una reacción espontánea de mis sentidos. Si por ejemplo, ingresamos a una habitación que tiene un olor muy desagradable, el movimiento espontáneo es dejar de respirar y salir de allí cuanto antes.

En contraposición, cuando la voluntad actúa, el movimiento se hace autónomo: ya no es una reacción, hay una decisión consciente, libre y propia. Soy yo quien ha decidido hacer eso, y por tanto, el acto es totalmente mío. Esto no quita responsabilidad a las acciones que hacemos empujados por nuestra afectividad, porque ellos también implican cierto movimiento de la voluntad. Como seres racionales, estamos obligados a evaluarlos previamente por la razón. Esta omisión no se la puede permitir el ser racional, aunque no cabe duda, que la responsabilidad será menor en la medida que la participación de la voluntad sea menor.

Para salir del imperio de la afectividad, lo que conviene es profundizar más en las causas de la respuesta de nuestras facultades sensibles. Por ejemplo, si una persona nos cae mal, conviene que nos preguntemos por qué: “no me gusta el tono de su voz”, “siempre está pendiente de detalles que no tienen importancia”, “busca que lo sirvan, y en cambio él no es nada servicial”, “me aburre su conversación”, “tiene un enfoque negativo de mi modo de trabajar”, etc.

Sin duda, este análisis nos permitirá ver la desproporción entre el rechazo a esa persona -única, irrepetible e insustituible- que nuestra afectividad nos pide, y la actitud que nuestra inteligencia descubre al darse cuenta que está frente a una persona.

En segundo lugar, la afectividad es un movimiento fuerte, pero siempre es temporal. Conviene ser consciente de esta condición de temporalidad. A los directivos, en ocasiones, se nos ocurren ideas magníficas, tanto que empujamos que se implementen cuanto antes. Sin embargo, una vez implementadas, recién caemos en la cuenta que no eran acordes con la estrategia. Por la fuerza que tiene nuestra emotividad, podemos auto-convencernos que se tratan de acciones imprescindibles; cuando en la realidad, no lo son.

En tercer lugar, existen dos tipos de afectos: los antecedentes y los consecuentes. Los primeros son previos a la acción; mientras que los segundos se producen cuando esta se ha realizado. Es distinto una emoción que nos empuja a acometer una acción, de una que es consecuencia de ella. Por ejemplo, cuando uno negocia una compra considerable de un insumo importante y escaso, y consigue cerrar la operación a buen precio y con un abastecimiento asegurado, lo ordinario es que uno sienta, al final de esa operación, una satisfacción especial por ese logro. Esa satisfacción es un sentimiento consecuente: la lectura que hacen nuestros sentidos internos: el sensorio común, la memoria, la imaginación y la cogitativa como consecuencia de ese logro.

Desde otra perspectiva, esto también ocurre cuando un directivo varón que lleva un tiempo trabajando con una colega muy eficiente, y con quien además, se entiende muy bien, se da cuenta que ha comenzado a sentir un afecto especial por ella. Este también es un sentimiento consecuente: no origina el trabajo conjunto; el agrado que siente es consecuencia de haber percibido una serie de cualidades que, ahora, le hacen apreciar afectivamente a esa persona.  

Es de esperar que ambos tipos de afectos, antecedentes o consecuentes, ocasionen conflictos de interés cuando la razón participa en la evaluación del acto. En el último ejemplo mencionado, si una de las personas tiene un compromiso previo asumido libremente, lo que la razón pedirá es que “repliegue velas” en el mismo momento en que percibe dicho afecto. Por tanto, convendrá que durante una temporada procure no coincidir profesionalmente con ella; y al mismo tiempo, que promueva los afectos positivos dentro del compromiso que tiene. Si actúa inmediatamente, al poco tiempo se dará cuenta que esa presión afectiva disminuye, precisamente porque los afectos son temporales. Pero, si en cambio, cede más terreno a la afectividad, porque la afectividad es un motor fuerte de acción, al poco tiempo no podrá soportar la presión, y terminará rompiendo el compromiso que ya tenía, con los consiguientes daños a sí mismo y a terceros: algunos de ellos, totalmente inocentes.

Es bueno que conozcamos más de nosotros mismos, y que identifiquemos qué papel juegan en nuestra vida nuestros afectos. O actuamos guiados por nuestra inteligencia y voluntad, o aún seguimos siendo algo esclavos de nuestros afectos. No olvidemos una frase que me parece muy significativa en la comprensión de  la cuestión afectiva: “la verdad os hará libres”.