
Alejandro Fontana, PhD
Cada día un directivo se somete a retos que no había experimentado antes. Lo natural en toda organización es que los problemas lleguen a la cabeza. Quien ha ocupado un puesto de dirección sabrá que esto es una realidad. Pero además de los retos nuevos que cada día llegan a su despacho, el directivo de una empresa debe enfrentar, según sean las circunstancias, lo que podríamos llamar unos retos permanentes.
El humanismo –el saber que más ha estudiado a la persona humana– siempre ha afirmado que todo gobernante –todo directivo– tendrá que enfrentarse permanentemente tres problemas. La pasión por el poder, la corrupción y la obsesión por su imagen.
Aunque la pasión por el poder es una actitud necesaria para estar en las posiciones claves de una sociedad o de una empresa: allí donde se toman las decisiones que afectarán a muchas personas. Podemos mirarla como contraria a la virtud, y desconfiar de aquél que pretende adquirir poder. Sin embargo, como no es la pasión lo que define la moralidad de un acto, sino la intención; tener pasión por el poder no es una actitud necesariamente negativa. El aspecto negativo surge por la motivación que tiene quien busca ese poder. Si su intención es aprovecharse de ese poder en beneficio propio, esa pasión es negativa. Y, por tanto, daña especialmente al sujeto que actúa con esa intención. Pero si por el contrario, esa pasión es para utilizar el poder en servicio de los clientes, los accionistas, los colaboradores, los proveedores y la sociedad donde opera la empresa, entonces esta pasión es sumamente positiva.
En consecuencia, un buen directivo debe aspirar constantemente a tener poder, porque con él puede servir a muchas personas y puede hacer lo que otros no harían. No cabe duda, que un directivo requiere un mínimo de conocimientos del negocio y del entorno para acertar en sus decisiones. Si le faltara este mínimo, no sería prudente que aspire a ese poder, porque muy probablemente no lo haría nada bien. Un buen directivo tiene un buen dominio y conocimiento del negocio, y además, aspira a tener poder.
El segundo reto permanente que el directivo debe enfrentar es la corrupción. Siempre existirá la tentación de decidir en función al propio beneficio y no de la organización. Por propio beneficio también se entiende decidir pensando en el favor de la familia o los amigos. Si se generan conflictos de interés entre la empresa y estas realidades, el directivo deberá aclarar siempre en qué ámbito está decidiendo: aquel donde la prioridad la tiene la familia, o aquel, donde la prioridad es la empresa. Por ejemplo, es distinto tener que dedicar un tiempo extra al trabajo recortando la atención del hogar: una situación donde la prioridad está del lado de la familia. O armarse un viaje pagado por la empresa, porque le interesa regalar a la familia unos días de vacaciones fuera del país: una situación donde la prioridad la tiene la empresa. Es decir, en toda valoración moral siempre deberá evaluarse el acto desde tres perspectivas: el acto en sí, la intención y las circunstancias.
Como la corrupción es personal y propia de cada sujeto -aunque luego tenga un impacto también en las organizaciones y sociedades que uno forme: la persona humana es por naturaleza social- el que en algunos casos la decisión sea corrupta solo lo podrá conocer el interesado. Eso sí, impactará siempre en su personalidad, a favor o en contra según sea la valoración moral de su decisión; y esto, aunque él no sea consciente de ello.
El tercer reto es aún más interior, porque no suele tener manifestaciones materiales. Es una actitud que no obedece tampoco a satisfacciones de terceros, sino simplemente a consideraciones personales: ¿cuánto se me valora donde me muevo?; ¿cómo quedo cuando se me compara con otros directivos?; ¿qué imagen tienen los demás de mí? La obsesión por la propia imagen ha sido un reto constante en la historia de la humanidad en toda persona que ha ostentado poder; y ella, en varios casos, ha sido la causa por la que, muchas otras personas han sufrido. De allí, que quien dirige debe ser consciente de este problema, y hacerse de los medios para controlarla.
Como comenta Fernando Díez Moreno,
la integridad del gobernante [del directivo de una empresa] es el resultado de su pasión, de su honestidad, y de la superación de la esclavitud de la imagen. La lucha permanente por la integridad de las personas constituye el ideal permanente del humanismo, y debe serlo también del gobernante [directivo de una empresa].
Y agrega que no basta la honradez o la honestidad, sino que es necesaria una vocación de plenitud personal al servicio de los demás y del bien común. Por eso, qué obligados estamos los directivos de una empresa a cultivar la propia personalidad.