
Alejandro Fontana, PhD.
En una conferencia del 24 de diciembre de 2020, Daniel Goleman, el autor del best-seller Inteligencia Emocional, comentó que la principal característica de la inteligencia emocional es la capacidad de controlar las reacciones emotivas, y que esta inteligencia se caracteriza por generar una paz interior.
A pesar de esta afirmación, pienso que aún muchos de nosotros, directivos de empresas y organizaciones, nos dejamos llevar por nuestra emotividad cuando nos sentimos sometidos por alguna presión. Con mucha facilidad encontramos en el entorno directivo reacciones bruscas, maltratos a terceros consecuencia de una falta de control personal, excesos de sensibilidad, dificultad para disentir en un tema, y mucha facilidad para personalizar las críticas a una idea o proyecto propuesto por alguien.
Estas reacciones generan un clima laboral denso y complejo, que además tiende a contagiarse a toda la organización cuando el malestar se da en quien hace cabeza. No olvidemos que las organizaciones están compuestas por personas humanas, y que ellas valoran lo que la dirección valora, y ellas tienden a tener el estilo de dirección que se tiene con ellas. Por ejemplo, cuando entre los que dirigen dos áreas o empresas hay cierta enemistad o distanciamiento, esta enemistad o distanciamiento se extiende, con mucha facilidad, a todos los componentes de cada una de esas áreas o empresas.
Por este motivo, pienso que es bueno que conozcamos más sobre nuestra propia naturaleza humana, de modo que en la medida en que también lo procuremos, avancemos en el control de nuestras emociones o afectividad. El propósito de este breve artículo es aprender algo sobre esta realidad en el contexto directivo.
Quizás lo primero que convenga recordar es el hecho de que la afectividad es una fuente de conocimiento: el conocimiento particular o sensible. Como Fernando Sellés expone -recogiéndolo de la antropología griega clásica-, toda persona humana tiene 11 facultades para percibir los bienes sensibles. De un lado, tenemos los cinco sentidos externos: vista, oído, olfato, gusto y tacto; de otro, cuatro sentidos internos: sensorio común, memoria, imaginación y cogitativa. Y además, están las dos potencias que nos permiten equilibrar el efecto atractivo de los bienes sensibles, o el de apurarnos a adquirirlos cuando su obtención resulte más costosa de esfuerzo. Estas potencias son, respectivamente, el apetito concupiscible y el apetito irascible. Como comentaba, la primera función de estas facultades es recoger información del exterior. Así, por ejemplo, la vista nos dirá si es de día o si ya anocheció; el oído, si el sonido que estoy percibiendo es adecuado o si puede causarme un daño a mi sistema auditivo. La memoria nos traerá al presente un hecho ocurrido antes; la imaginación nos permitirá reconocer un símbolo, aprender un idioma o imaginar una figura geométrica; y la cogitativa, a hacer planes futuros: qué haré mañana, cómo organizaré la semana, qué ropa usaré.
Y en esta labor, participan también los apetitos que he mencionado. El concupiscible, por ejemplo, nos apurará a salir del lugar donde exista un ruido hiriente; y el irascible, a poner más fuerza y ganas para remontar un partido de fútbol que estamos perdiendo.
Llegados a este punto, conviene advertir algo. El conocimiento que adquirimos por estas facultades siempre es particular, es decir, se ajusta a la lectura que hace la correspondiente facultad, y solo a ella. Pongamos un ejemplo, cuando el director comercial se entera que una de sus agencias ha cometido un error en una venta al cliente principal de la empresa, es probable que reaccione de forma muy airada, y que, además, él mismo tienda a angustiarse. Es probable que en ese momento se le pasen por la cabeza las consecuencias que dicha acción podría traer: la pérdida de la cuenta más importante; el inicio de cierta desconfianza del cliente; la repercusión que el hecho tendrá en su propio prestigio profesional; o la posible reacción del gerente general y del directorio. También es cierto que todas estas consecuencias puedan tener un punto de partida que es real, pero lo que no debemos perder de vista es que en esta reacción afectiva hay un ingrediente involuntario, pero también real: está participando nuestra afectividad que hace su lectura del hecho según las facultades sensibles involucradas. En este caso particular, es muy probable que la imaginación esté jugando un rol importante: presenta unos hechos como si fuesen realidad, aunque realmente no hayan ocurrido, y más aún, quizás nunca ocurran.
A esto es a lo que me refería cuando comentaba que el conocimiento es particular. Por eso, si uno no aprende a controlar la imaginación, uno puede angustiarse ante unos fantasmas que solo ha generado la imaginación, pero que no existen. Es decir, uno puede sufrir, y mucho, sin una razón proporcional; solo por el hecho de no haber aprendido a controlar su afectividad.
Esta función de la afectividad de dar una lectura según las facultades sensibles involucradas hace que el espacio y las condiciones de trabajo sean factores a tener en cuenta cuando se evalúa el clima laboral. Si el lugar donde los operarios deben cambiarse es pequeño, está mal ventilado, los servicios higiénicos no están limpios y el lugar se caracteriza por tener un olor desagradable, no es de extrañar que a estos operarios les cueste identificarse con la empresa. Entre otros posibles motivos que puedan presentarse y que estén generando una falta de identificación con la empresa, habría que considerar también que su sentido del olfato les está pidiendo “huir” de ese lugar.
Para dirigir una organización, por tanto, conviene profundizar más sobre cómo es y funciona la naturaleza humana. Así como la realidad física tiene unas reglas que nos permiten gestionarla, la realidad humana también tiene las suyas. Dejo para una segunda parte, el análisis de otra función importante de la afectividad: ser motor de actividad.