El conocimiento del directivo y la actitud ante los bienes materiales

Foto de Kanchanara

Alejandro Fontana, PhD

Como a las personas se les conoce por sus acciones, un modo de auto-reconocerse o conocer a otros es observar su actitud frente a los bienes materiales.  En los niños pequeños lo que observamos frecuentemente es que no quieren compartir su chocolate o sus galletas; que reclaman que se les sirva más de un postre. Y muchas veces, también, esta actitud es la que proyectan personas adultas.

Si se trata de una distribución de utilidades, nadie desea recibir menos favoreciendo con eso a otros; muy pocos están dispuestos a pagar con sus propios recursos un gasto de la empresa, aunque este sea muy pequeño; o la propina que se entrega en un restaurante es pequeña. En esos gestos pequeños, actuamos como si el hecho nos empobreciera significativamente. Por supuesto, no falta quien afirma que una persona solo consigue amasar una fortuna cuando es cuidadoso con el gasto pequeño.

Mii intención no es en ningún momento animar al despilfarro de los recursos, sino intentar que cada uno de nosotros aclaremos si somos los dueños de unos bienes materiales, o si más bien, son los bienes materiales los que nos poseen a nosotros. Solo quien es capaz de disponer de un bien material puede decirse que es señor y dueño de él. Lo mismo pasa con el tiempo: solo quien es capaz de entregar su tiempo a una causa es dueño de su tiempo o de su vida, que es lo mismo.

Hay una historia que leí hace mucho tiempo que puede ayudarnos a tener una idea adecuada de esta gestión de los bienes materiales.  La historia cuenta que había un mendigo que pedía limosna junto a una vía amplía por donde circulaban carruajes con personas importantes. El mendigo estaba al lado de la vía, y repentinamente, vio que un carruaje se desviaba hacia donde él estaba. Su ánimo comenzó a inquietarse mientras miraba fijamente el movimiento del carruaje. Este, cada vez, se acercaba más donde él; y el colmo de su emoción llegó cuando el carruaje se detuvo exactamente delante. Su entusiasmo crecía y crecía, mientras observaba como un librea que iba sentado junto al conductor se bajaba, desplegaba la pequeña escalera y abría la puerta. De un brinco fue corriendo hacia el carruaje mientras que de él descendía un hombre elegantemente vestido. La alegría del mendigo era exuberante: se percibía en sus movimientos, en su sonrisa y en la agilidad con la que se acercaba al extraño personaje.

Pero al llegar al frente de él, el personaje le extendió la mano con la palma hacia arriba, como pidiéndole algo. El desconcierto del mendigo fue tan palpable como su indignación interior: ¿cómo era posible que alguien con esa posición y riqueza le pidiera a él algo?, y precisamente a él, ¡un mendigo que no tenía nada!

El personaje permaneció con la mano extendida con la palma hacia arriba…hasta que él, metió su mano en su pobre bolsa y sacó un grano de trigo. Al depositarlo en la palma del personaje, este cerró su mano, y sin decir nada se dio media vuelta, regresó a su carruaje, subió los pocos peldaños, el librea cerró la puerta y volvió a su posición junto al conductor. Y el carruaje reemprendió su camino dejando cada vez más atrás al mendigo. Mientras el carruaje se alejaba, el mendigo permanecía paralizado,  desconcertado y resentido: ¡cómo era posible que los ricos les quitasen a los mendigos los pocos bienes que tenían!…

Al terminar el día, el mendigo se dirigió a su pobre vivienda. Prendió una vela para iluminar la habitación y sacando la bolsa en la que metía lo conseguido a lo largo del día, volcó el contenido sobre la mesa. Y entonces, sorprendido, descubrió que entre los cachivaches que habían salido de la bolsa, había un granito de trigo, pero de oro, que brillaba deslumbrantemente. Entonces, comprendió lo que le había sucedido, y empezando a llorar, se reprimía no haberle entregado todo lo que llevaba en la bolsa…

Todos los bienes materiales son medios para obtener bienes más grandes. Y entre estos bienes están la alegría de unos niños, la tranquilidad de alguien desconsolado, el crecimiento de unos colaboradores, la generación de oportunidades para quienes antes no las han tenido… Por eso, podemos decir que los bienes materiales están para disponer de ellos; y no que ellos dispongan de nosotros. No tiene sentido que uno se atornille a un carro último modelo; a unos viajes turísticos; a una vida poco productiva consumiendo los recursos que unos padres o unos abuelos trabajadores han conseguido…

En cambio, conviene acudir a apoyar los momentos difíciles de nuestros colaboradores; prepararlos profesionalmente y humana (también en este señorío sobre los bienes materiales); tener un detalle con los que soportan el calor del día en una garita poco amigable; ser generosos con quienes nos atienden en un restaurante o con quien nos limpia el carro o con la persona que nos corta el cabello.

Nuestra vida ha estado marcada por mucha gratuidad y de muchas personas. Esta es una idea que Michael Sandel recoge en su libro La Tiranía del Mérito. Para él, los méritos personales son muy pocos. Mucho de lo que uno consigue depende más de las oportunidades y de las cualidades que la vida nos ofreció gratuitamente que del esfuerzo, y por tanto, del mérito personal…       

El silencio interior: una clave para gestionar la previsión en el directivo

Foto: Michael Held

Alejandro Fontana, PhD

Una de las cualidades que todo directivo debe adquirir es la capacidad de “ver” el futuro. Es cierto que nunca podemos aprehenderlo totalmente, pero la capacidad de adelantarse a los hechos para prepararse mejor a las situaciones que pueden presentarse es una cualidad que las corporaciones piden a sus directivos.

Esta cualidad puede trabajarse, porque en el ser humano existe una potencia para esto. En la dimensión sensorial, contamos con una potencia interna -un sentido interno: la cogitativa, que nos habilita para esta capacidad. Aunque los animales también poseen esta cualidad -en ellos se llama estimativa-, en el ser humano, esta capacidad de proyectar el futuro está perfeccionada por la acción del intelecto espiritual, que nos permite razonar sobre los supuestos futuros y diseñar planes que se orientan a un fin que aún no está presente.  

Y aunque solo sea una idea en el intelecto humano, es capaz de hacer que la persona disponga sus otras potencias para hacerlo realidad. El interés por presentar una propuesta ganadora en una licitación consigue que muchas actos del presente se orienten a dicho propósito. Y todas esas acciones se dispondrán de modo organizado y coordinado, incluso con las acciones de terceros.

El desarrollo de esta cualidad, sin embargo, puede tener un efecto negativo: vivir totalmente en el futuro. Es decir, vivir cotejando tanto lo que puede suceder o intentando controlar todas las variables, que uno deja de vivir el presente. Y como este dejar el presente se da solo interiormente, no se percibe su efecto dañino sino después de mucho tiempo.

Ante esta situación, conviene recordar que si bien somos seres que miran al futuro, debemos tener presente que lo que nos da peso específico es nuestra identidad personal. Es decir, somos un alguien. Un ser con intimidad, con biografía, donde nuestra vida no solo es lo que haremos mañana, sino alguien que ha tenido o tiene unos padres, unos tíos, unos hermanos, unos amigos del colegio, unos colegas del trabajo anterior, y un largo etcétera, como todas las personas con quienes nos hemos relacionado. Todas esas relaciones han ido tallando nuestra “facciones” personales interiores: nuestro modo de responder y actuar (y no digo reaccionar, porque la persona humana nunca reacciona -mientras es libre, claro- siempre actúa); nuestro modo de sonreír; de mirar. Por lo tanto, reconocer esa historia nos permite reconocer quién somos, y solo con ese bagaje a cuestas nos podemos proyectar hacia el futuro. Sin él, sería como lanzar una piedra hacia adelante: en sí anónima y sin capacidad de autodeterminación.

Entre el pasado y el futuro de la persona humana debe haber una conexión. Y esta conexión solo se da en el silencio interior. De allí que el silencio juegue un papel importante en el correcto despliegue de esta competencia que es tan importante para el directivo de una empresa.

Uno debe aprender a callar interiormente. Silenciar las voces propias que con frecuencia nos acompañan: el diálogo interno sobre una cuestión que rompió mis planes, mi propuesta, mis deseos; o la conversación afectiva que no terminó, y que ahora, internamente, me saca de dónde estoy; o la corrección que aún no proceso, y que internamente me persigue donde voy.

La persona humana también dispone de esta capacidad. Pero no se trata de hacer un vacío interior: eso es imposible para el ser humano, porque somos seres relacionales, dialógicos; y en la interioridad, no estamos solos, si sabemos abrir la puerta adecuada. Esta es una experiencia que muchas personas que nos han precedido ya han experimentado, y es también una experiencia que toda persona puede experimentar. En lo más interior de uno mismo, está quien nos ha hecho: no como una parte nuestra, sino como Alguien con quien podemos dialogar. Para comprobarlo, solo hay que tratar de experimentarlo.

Un gran filósofo del siglo VI, un hombre que aprendió mucho de humanidad y que llegó a este descubrimiento por sí mismo, dejó escrito para ayudar a quienes vinieran después de él: “no vayas fuera, vuelve a ti mismo”.    

La importancia de los límites que definen nuestra identidad interior

Foto de Anni Spratt

Alejandro Fontana, PhD

Una de las realidades que probablemente más difícil nos resulte comprender es nuestra libertad. De allí se despierta el deseo de independencia, la autonomía en el propio comportamiento, el derecho a que nadie nos juzgue ni nos imponga ningún tipo de restricción. Incluso, la experiencia de libertad la identificamos con la carencia de compromisos con relación al uso de nuestro tiempo. Un fin de semana libre es aquel en el que nada está aún “escrito”: no hay ninguna obligación; y todo está disponible a lo que se presente según el momento, manteniendo, por tanto, la opción de acceder o no a la invitación que se presente.

Pero esta idea de libertad es solo una imagen ilusoria. Quien actúa así, quien no se compromete con ningún plan previo, probablemente quede de lado por las oportunidades que se le presenten; y más bien, termine siendo objeto de las decisiones de los demás.

La auténtica libertad lleva consigo la decisión oportuna; y por tanto, la necesidad de decir que NO a otras opciones. En una ocasión, a un amigo le propusieron una muy buena posición profesional en el extranjero. Como él había pasado por nuestra Escuela siendo un profesional con muy buenas aptitudes, se había planteado no moverse del país para hacer algo por el Perú. Por lo tanto, estaba frente a un dilema significativo en su vida: o seguía los planes que sus jefes le habían preparado para bien de la empresa y bien suyo yendo a ocupar una posición de alta responsabilidad en una región fuera del país, o renunciaba a la empresa, porque su posición en el país se cerraba por la reestructuración organizacional que se estaba llevando a cabo en su empresa. Finalmente, optó por lo segundo; y cuando se comunicó con su superior inmediato para decirle que no aceptaba lo que le ofrecían por unos motivos personales, este le pidió que él mismo se lo comentara al regional. Tanto su superior inmediato como el regional le habían preparado esa posición en el extranjero; y ahora que él no la aceptaba, le pedía que él mismo fuese quien se lo plateara.

En estas circunstancias, conversamos; y me comentó que ya había tomado la decisión, pero que sentía que no tenía piso, y que le dijera algo que fuese un apoyo … Fue entonces que se me ocurrió decirle algo relacionado con lo que hemos venido viendo en este artículo: únicamente las personas que son capaces de decir que NO a algo que es grande, luego son capaces de decir que SÍ a algo que es más grande aún…

Con esto que pretendo mostrar: que los seres humanos somos seres que necesitamos de los límites para definirnos como individuos autónomos. Como menciona Fabio Rosini en su libro El arte de recomenzar, así como no podemos identificar un país sin tener en cuenta sus límites, los seres humanos requerimos de unos límites para definir nuestra identidad.

Los límites son por tanto indispensables para comprender lo que es la libertad. Sin límites ni siquiera somos libres. Un buen profesional debe reconocer que su actividad profesional tiene un límite, porque además de ser profesional también es esposo y es padre de familia; o un hijo debe reconocer que hay un tiempo para el deporte, o que sus padres le agradecerán que les dedique algo de tiempo el fin de semana. Lo mismo nos ocurre con la cuestión física: debemos reconocer o que el cuerpo humano requiere dormir al menos siete horas al día, y mejor si es de noche.

Aunque a veces podemos pensar que estas limitaciones atentan contra nuestra libertad, en realidad no lo hacen: únicamente definen quien somos en ese ámbito difuso de la identidad interior. El ámbito donde cada uno debe reconocerse.   

Ahora que terminamos un año y empezamos otro, quizás nos convenga repasar internamente, solos o con la ayuda de un buen amigo, estos límites que nos sirven para reconocernos. ¡Mis mejores deseos para el 2024!

El cuidado de la casa propia: la propia interioridad

Foto de vu anh en Unsplash

Alejandro Fontana, PhD

El día de hoy, 8 de diciembre, el mundo Católico celebra la Fiesta de la Inmaculada Concepción. Una fiesta entrañable para el mundo cristiano, que siempre ha tenido un cariño especial a la Madre del Redentor. Y pienso que esta festividad nos da la ocasión de reflexionar sobre una realidad que dejamos de mirar; y que sin embargo, es esencial al momento de dirigir una empresa, una comunidad o una familia. Me refiero a la interioridad, o como se llama técnicamente, a la propia intimidad. Ese ámbito personal, donde nadie puede penetrar, nadie puede indagar, y que al mismo tiempo es el responsable de muchas de nuestras decisiones y de nuestro modo de ver las relaciones con los demás.

¿Cómo somos internamente? ¿Cuáles son nuestros pensamientos y deseos más profundos? Con mucha razón, Maese Eckhart comentaba en el siglo XIII, que estamos muy preocupados por el hacer, cuando deberíamos estar más preocupados por el ser. Dedicamos muchas horas al estudio para dominar más la naturaleza o los procesos de una organización; trabajamos con ahínco en la mejora física y nuestra capacidad vital; aprendemos idiomas; cultivamos la danza, la oratoria y el dominio escénico. Pero, dedicamos escaso tiempo o nulo a reconocer dónde estamos internamente, qué tipo de sentimientos son los que nos brotan espontáneamente, qué deseos tenemos, qué calidad tienen nuestras ilusiones, por qué tenemos esos miedos, por qué admitimos esas aversiones.  

Como ocurre con todas las dimensiones humanas, la interioridad es un plano que también admite mejoras y progresos, cambios de timón y reconversiones. Hay una frase de la Sagrada Escritura que pienso nos viene muy bien en esta reflexión: “¿de qué le sirve a un hombre ganar todo el mundo si pierde su alma?” ¿De qué nos puede servir que tengamos muchas competencias personales, o muchos recursos si nuestra interioridad es muy débil o está enferma? Si con un pequeño detalle que nos contrarie, todo el edificio de éxitos que hemos alcanzado se desploma súbitamente como un castillo de naipes.

En un artículo anterior, mencionaba que la persona que guarda un rencor a otra es una persona que está dañando todas sus relaciones personales. El rencor es algo interno y propio, y por tanto, estará presente en todas las relaciones que el interesado establezca. Como él se ha agriado internamente: se ha vuelto más sensible con todo lo que tenga que ver consigo mismo; se está acostumbrando a ver posibles enemigos en todas partes; es más desconfiado; ha disminuido su capacidad de dudar de sí mismo; se está acostumbrando a racionalizar sus obsesiones; y un largo etcétera, entonces ese avinagramiento siempre será una amenaza latente en las relaciones que establezca; y tarde o temprano, terminará surgiendo.

La interioridad de cada uno de nosotros es una dimensión esencial para la vida social, familiar, empresarial, nacional e internacional. Lo estamos observando en nuestro país con unas reacciones de odio ante la liberación de un reo anciano y enfermo. Se llega hasta el extremo de no admitir que alguien pueda tener misericordia. Incluso, a que no haya en la tierra alguien que pueda hacer un bien. Ojalá nunca tengamos de vecino a alguien que tiene un comportamiento así. La exposición es muy alta.

Por eso, conviene detenerse un momento a reconocernos internamente. Y junto con este reconocimiento, nunca desanimarnos por lo que podamos encontrar. En el caso de la interioridad, felizmente, siempre hay remedio; siempre es posible sanar.

Aún, en el último minuto de la vida, se presentará la oportunidad. De esto podemos estar seguros. Muchas de las personas que han pasado por un trance crítico y luego se han recuperado, comentan que en ese momento han visto pasar toda su vida como una película. Algo así como el último recurso que la Providencia Divina ha previsto para sanar esa interioridad.

Con todo, pienso que es mucho más valioso y fructífero buscar la medicina y empezar la recuperación ahora mismo, sin tener que esperar al último instante de la vida temporal. No solo haremos un gran bien a muchos con unas relaciones más sanas; los primeros beneficiados seremos nosotros mismos: tendremos más paz interior, más sencillez y más alegría…

El rencor es ese veneno que te tomas tú esperando que muera el otro

Foto de Jozsef Hocza, Unsplash

Alejandro Fontana, PhD

Cuando alguien es objeto de una murmuración o de una calumnia, cuando ha sufrido un desprecio de alguien o se ha sentido herido por otro, por una institución o por una empresa, tiende a quedarse con esa herida dentro de sí, y que le quema las entrañas. En ocasiones este malestar llega a sentirse con tanta profundidad, que incluso se llega a desear que la persona que cometió la ofensa desaparezca de la existencia.

Hay entonces una espiral pasional que se impone a lo estrictamente racional. Se confunde, por ejemplo, el error de la otra persona con la persona en sí. Y en algunos casos, un supuesto error, porque el equivocado también puede ser el que se considera ofendido. Pero suponiendo que realmente no fuese así, sino que el error es efectivamente de quien ha ofendido. En este caso, lo que habría que buscar es hacer que el error desaparezca; pero no desear que desaparezca el que cometió el error: es una persona. En el extremo, este razonamiento es el que justifica el que cada vez se considere menos conveniente la pena de muerte. Hacia la persona humana, conviene tener la esperanza de su redención personal.

Pero volvamos a nuestra cuestión del rencor. Es un sentimiento interno que acosa sin cesar, y que tiende a crecer en desmedida comprometiéndolo todo a su paso. Por eso, el rencor es un veneno, que no solo deteriora una relación, sino que afecta a todas las relaciones que se puedan tener con los demás: el deterioro está en uno mismo. Uno mismo es el que vicia todas las otras relaciones: todas ellas, si aún no han sufrido una razón suficiente para originar un rencor, lo están en un grado próximo. Solo se requiere que algo no se entienda de la acción del otro, para que este resorte interno negativo salte desproporcionadamente. Es uno mismo el que ha perdido la capacidad de controlar sus pasones son su razón, y por tanto, la dependencia a la irracionalidad de las pasiones internas es muy grande.

Por tanto, si uno desea resolver este problema interno, lo mejor es separar el error de la persona del presunto ofensor. Quienes tienen la suerte de recibir la ayuda de Dios para componer estas cuestiones internas, saben que uno es capaz de poder comprender los errores de los demás, y de diferenciarlos de la persona de donde han provenido. Un amigo me comentaba, “he coincidido muchas veces con la persona que más me ha calumniado y difamado, pero eso no quita que tenga con él muestras de cariño y atención”.     

Tengamos también en cuenta que todo este proceso de deterioro interno no produce ningún mal en el otro: en el aparente o real ofensor. El siempre estará al margen de toda esta tramoya de sentimientos y enredos interiores. Es decir, el zarpazo del rencor nunca le alcanzará. Se cumple, por tanto, aquello que escribía Shakespeare de la ira, y que Carmen Jiménez aplica de modo magistral al rencor: “El rencor es un venero que te tomas tú esperando que muera el otro”.   

Educar en la escasez: una misión para los padres de familia y los directivos de empresas

Foto de Kate Joie en Unsplash

Alejandro Fontana, PhD

Aunque no parezca así, la carencia de medios probablemente sea mejor maestra para la vida de las personas y de las organizaciones que la abundancia. Sin embargo, pocas veces le damos espacio a la educación en la escasez en nuestras familias y también en nuestras empresas.

El estado de confort tiende a adormecer a las empresas; incluso una situación económica boyante cuando ha faltado esfuerzo o desproporción entre el trabajo realizado y los buenos resultados es mala señal. En todo proyecto, en toda actividad que uno realiza se tiene que notar el esfuerzo, el cansancio que ha generado un buen resultado; lo contrario sería señal de retroceso personal, organizacional y hasta profesional. Y este retroceso lo notarán los clientes en no mucho tiempo.

San Agustín de Hipona refiriéndose al progreso interior en el amor, es decir, en el desarrollo de la amistad personal con el Señor, decía. “En este camino del amor; si dices basta, ya estás perdido. No te detengas, avanza siempre; no vuelvas hacia atrás, no te desvíes. En este camino, el que no adelanta retrocede”. Y este mismo principio podemos aplicarlo a la calidad de nuestro trabajo, porque el trabajo es el medio que tenemos los ciudadanos para crecer en la capacidad de servir y pensar en los demás. Y es esta capacidad la única que puede mantener en el largo plazo la motivación para seguir insistiendo en una tarea que cansa; y que aunque apasione, agota las fuerzas personales.

Hace poco más de una semana tuvimos el anuncio del corte de agua en varios distritos de Lima. Los titulares de los periódicos y de los mass media dieron cuenta de lo que se comentaba en toda la ciudad. Todos estaban extrañados de tener que pasar unos días con el recorte de este elemento tan importante para la vida. Algún diario también publicó una información de SUNASS sobre el consumo de agua de algunos distritos; y señalaba también que los que más la consumían eran San Isidro, Miraflores y La Molina. El primero 280 litros/persona-día, el segundo 238, y el tercero 210. Unas cifras que contrastaban con lo sugerido por la Organización Mundial de la Salud (OMS): 100 litros/persona-día.

La reacción ante el recorte en el suministro de este elemento tan esencial y la noticia de cómo se consume en nuestra ciudad, pienso que nos da ocasión para caer en la cuenta de que no estamos educando en la escasez. Y que estamos acostumbrando a nuestros hijos y a nuestros colaboradores a no ser responsables de la hipoteca social que tienen los bienes materiales que disponemos. Algunos piensan que el pago de un servicio justifica el uso indiscriminado del bien, pero esto no es así. El uso razonable de los bienes materiales interesa mucho, porque impacta positivamente en el sujeto que los usa. Por supuesto que interesa no destrozar la belleza natural, no extinguir las especies, no deteriorar el entorno… Esto es valioso, pero mucho más es el impacto que se genera en la persona humana cuando este actúa cuidando la naturaleza, o procurando no derrochar en vano los bienes materiales. Cuando alguien actúa así, crece como persona: es más racional en su actuación; es más responsable en todas sus dimensiones; vive menos pendiente de sus caprichos y se abre más a las necesidades de los demás; se hace más solidario, más servicial, más sensible a las necesidades de los demás. Y es que, aunque a algunos les parezca sorprendente e inaudito, la naturaleza está esencialmente para contribuir al desarrollo en plenitud de los seres humanos.

Finalmente, no se puede educar en la escasez si uno no empieza por sí mismo. La educación solo se da por imitación. Y esto significa que para enseñar a los hijos y a los colaboradores de nuestras empresas en la escasez: yo, padre o madre de familia; o yo, gerente de un división, debo incorporar en mi conducta personal esta actitud de vivir en la escasez.

Es decir, cerrar el caño de agua si no lo uso directamente; cuidar las cosas personales; renunciar al vino que más gusta, para pedir en cambio el plato que más le gusta a la esposa; medir el consumo personal en los almuerzos que paga la empresa; dar cuenta de los viáticos del viaje y no cargar a la empresa lo que no corresponda. Son detalles, cierto…; y algunos de ellos nadie los apreciará directamente -aunque siempre los apreciará quien realmente vale la pena que los observe. Pero, estos detalles cuando se hagan parte de la vida cotidiana de uno terminarán conformando nuestro modo de ser, y por tanto, nuestra actitud. Y esa actitud, sin manifestarlo explícitamente, será la que educará en la escasez a quienes se tengan cerca.  

La estrecha correspondencia entre sostenibilidad y la condición de persona

Foto de Vlad Hilitanu en Unsplash

Alejandro Fontana, PhD

El término sostenibilidad ha adquirido mucha vigencia en el ámbito empresarial. No es raro encontrar entre los directivos un sano deseo por saber más de lo que representan los indicadores ESG (Environmental, Social and Governance), y de qué modo esta corriente impactará en sus empresas. Sin embargo, cuando surge de modo espontáneo la pregunta sobre qué es sostenibilidad, nadie da una respuesta precisa.

Se menciona, por ejemplo, que a diferencia de lo que ocurría en los años 90, cuando Milton Friedman afirmaba que la responsabilidad social de una empresa era buscar el máximo rendimiento para el accionista, la sensibilidad de nuestra sociedad actual nos había llevado a pensar en una participación más activa de la empresa en las problemáticas de la sociedad.

Motivados por la aparición el año 2015 de los 17 Objetivos del Desarrollo Sostenible de las Naciones Unidas (ODS), muchos directivos han entendido que la sostenibilidad significa la incorporación en sus organizaciones de algunos de estos objetivos, y así, muchas corporaciones los han incorporado en sus criterios de actuación. Pero, la pregunta sigue estando en pie; ¿qué se quiere expresar con el término sostenibilidad?

El término sostenibilidad apareció por primera vez en el ámbito internacional el año 1987, cuando en la Conferencia de Brundtland, se definió en una de las reuniones dirigido a unificar a los países alrededor del desarrollo sostenible. En consecuencia, una empresa sería sostenible cuando actúa en favor del desarrollo sostenible. Ahora bien, no se puede hablar de un desarrollo sostenible sin tener en cuenta el espacio territorial donde la empresa opera. Y esto se debe a que un territorio es distinto a otro por realidades naturales y sociales. Por tanto, el desarrollo sostenible siempre es un desarrollo territorial, que atiende dos ámbitos: el natural y el social.

Al mismo tiempo, cuando en la Conferencia de Bruntland se definió el desarrollo sostenible, se afirmó que este es el desarrollo que resuelve las necesidades del presente sin comprometer la habilidad de las generaciones futuras de resolver sus propias necesidades. Desde una perspectiva estrictamente personal, esta definición es sumamente apropiada, porque no solo extiende la preocupación por el otro -algo específicamente humano- al que existe junto a uno. Dicho alcance se prolonga también a aquellos que, hoy, aún no existen, pero que vendrán en algún momento.

La persona humana es un ser que tiene autoconciencia; es un ser con intimidad, porque tiene una biografía: la conciencia de unos hechos y unas relaciones que lo configuran en el presente; pero además, es un ser ontológicamente volcado hacia fuera. Incluso, que requiere de las necesidades de los demás para conseguir su propio desarrollo, y llegar así a la plenitud de la naturaleza. Por eso, el crecimiento de esta sensibilidad por la sostenibilidad representa una maduración en una realidad muy natural: el ser persona.  

No obstante, este mérito no es exclusivo de nuestra generación. Muchas de las generaciones anteriores lo han vivido ya en Occidente. Probablemente, porque ellas se han movido en un ambiente de fuertes convicciones cristianas, donde el pensar en los demás seres humanos -ajustándose perfectamente a nuestra realidad más natural- es parte de los criterios de decisión. Como menciona Frossard en uno de sus libros: “la época en la que mejor lo han pasado los pobres ha sido la época en la que el Cristianismo ha estado más presente en la sociedad humana”.

Y nosotros mismos somo beneficiarios de esta realidad en nuestro país. Nosotros disfrutamos ahora de varios esfuerzos hechos por generaciones anteriores. Cada vez que abro la llave de agua en la ducha, doy gracias por tener una red de agua. Y es que en Lima, en los años 1900, cuando se hicieron las instalaciones de la red de agua y de saneamiento, quienes tuvieron a su cargo dichas obras las diseñaron para un horizonte de 100 años.

A nosotros, por tanto, nos corresponde seguir con esa tradición. Plantearnos los problemas con la magnanimidad de quien no solo piensa en sí, sino sobre todo en sus contemporáneos; y más aún, en aquellos que vendrán más adelante.

Más para la Alta Dirección: la fuerza del saber y la belleza de arriesgar

Alejandro Fontana, PhD

Hace un par de semanas pude reunirme nuevamente con un amigo español, profesor y experto en innovación. Lo conocí hace tres años cuando tuve la suerte de estar bajo sus orientaciones en el diseño de un proyecto de innovación. Esto nos dio ocasión de iniciar una amistad que hemos mantenido desde entonces. Debería agregar que no es nada difícil cultivar la amistad con él.  Además de ser una profesional muy perspicaz con comentarios agudos y acertados, es sumamente educado; tiene una personalidad muy bien trabajada y posee una sensibilidad hacia los ideales sociales. Realmente, entusiasma conversar con él.  

Casi al final de nuestra reunión, la conversación se dirigió de modo espontáneo a la apreciación del nivel profesional de los directivos de empresas del país. Fue entonces cuando le comenté que cierta experiencia personal me llevaba a considerar que en nuestro medio había varias falencias. En concreto, que varios de ellos no profundizaban en sus tareas. Que estaban acostumbrados a ganar muy bien, pero con poco esfuerzo personal. Y que esto llevaba a que en el contexto de varias empresas y sectores empresariales hubiera problemas no resueltos, flotando en el aire, a pesar del paso del tiempo.

Mi amigo es una persona volcada en la innovación: en lo personal, vive así. Y además, constantemente va retando a los directivos con una inquietante cuestión: “Imagínate que estamos tres años después, y que tu empresa, en ese momento, ha quebrado. Podrías decirme, ¿qué piensas, tú, ahora, que podría haber hecho que tu empresa quiebre?” Pues bien, este experto me refirió su experiencia personal. A él le llamaba la atención el tiempo que los directivos locales se tomaban para decidir. Y esto, continuaba -tomando referencia del comentario que le había hecho sobre lo bien pagados que estaban algunos directivos- podía deberse al miedo a arriesgar. El razonamiento no es difícil: si las cosas no salieran bien, se perdería el statu quo.

Llegados a este nivel, nuestros aprendizajes sobre problemas en la Alta Dirección empresarial serían: una falta de profundidad y el miedo a arriesgar. Pero pienso que no basta con llegar al diagnóstico para concluir este pequeño ensayo: profundizar y arriesgar también significaría plantear algunas alternativas.

Si deseamos que dichas alternativas sean realmente eficaces, pienso que deberíamos plantearlas en el nivel personal; es decir, al estilo de los cuestionamientos éticos: que uno se hace a sí mismo, y que no proceden de una exigencia externa, que viene para los niños y las mascotas, pero no para personas humanas adultas. Es necesario que cada uno se enfrente con su propia realidad; reconozca las fortalezas y debilidades que tiene, y se proponga un pequeño plan de trabajo. Si hacemos esto, y uno se da cuenta en el proceso que requiere una ayuda externa, estoy seguro de que la buscará. Y si uno es capaz de hacerse ese plan de objetivos, metas y actividades y actuar en esta dirección por sí solo, sin duda sacará dicho plan adelante.

Solo un par de sugerencias más. De un lado, sin claridad conceptual es muy difícil tener criterios y pensar alternativas adecuadas para los problemas y cuestiones que no están resueltos. Es necesario resolver previamente las dudas personales que se tengan. Al chofer de un vehículo se le puede pasar no saber quién descubrió América; incluso, no saber cambiar una llanta; pero lo que él mismo no puede disculparse es no saber que a un motor de gasolina no se le puede echar petróleo. Sin claridad conceptual no se puede decidir, ni innovar.

Y de otro lado, tomar riesgos es la actitud propia del directivo de una empresa. Sin arriesgar no hay descubrimientos. Todos los innovadores han arriesgado: lo hicieron Cristóbal Colón, Henry Ford, Isaac Newton y muchos en el sector empresarial. Hay que aprender a tomar riesgos. Y como tomar riesgos es una actitud que se construye con la experiencia, un buen camino de aprendizaje es hacerlo en dimensiones acotadas. Por eso, para terminar uso otra de las frases de mi amigo, el experto en innovación: “piensa en grande y actúa en pequeño”.

La grandeza histórica de la patria llamada Perú

Alejandro Fontana, PhD

Con ocasión de las fiestas de la independencia, pienso que es bueno que abramos los libros de historia para revisar cómo se ha forjado nuestra nación, y no cometer los mismos errores que algunos otros pueblos de América han cometido al considerar su origen. Algunos autores han propagado la idea de la independencia de los países de Hispanoamérica como una consecuencia del maltrato que los pobladores de estas tierras sufrieron por la opresión de la Corona Española durante tres siglos. Y al mismo tiempo, han intentado entroncar nuestra realidad al dominio inca, desconsiderado la componente española que tiene nuestra nación.

En este sentido, me limitaré a enumerar algunos hechos de nuestra historia que quizás nos sirvan para identificar adecuadamente nuestra realidad como país y como patria.

En primer lugar, la conquista del imperio incaico fue un hecho logrado por los Huancas, Chancas, Chachapoyas, Huaylas y Cañaris. Como comenta Elías Martinengui, en 1536, Francisco Pizarro con solo 190 españoles conquistó el Cuzco apoyado por 30,000 indígenas Huancas, Huaylas, Cañaris y Chachapoyas que guardaban en su memoria las masacres y barbaries que los ejércitos del inca habían ocasionado en sus poblaciones cuando años antes habían sido sometidos.   

Como comenta Marcelo Gullo, el estado incaico “poseía muchos de los rasgos del totalitarismo moderno: trabajo forzado, control de vida privada y el castigo severo a la disidencia política. El trabajo forzado en las minas, la mita y el yanaconazgo eran un procedimiento incaico”. Los sacrificios humanos que practicaron los incas fueron de niños y niñas que provenían de los pueblos conquistados y sometidos por los incas.

En segundo lugar, en la América española hubo ricos y pobres, pero no fueron los españoles los ricos y los indios los pobres. Hubo españoles ricos y españoles pobres, como también, indios ricos e indios pobres. Como comenta Clarence Harting:

«Los jefes indios hereditarios se hallaban exentos de pago del tributo y otras exacciones que afectaban al común de los indios; y de derecho y de hecho estaban en un plano de igualdad con los blancos… Estaban mejor vestidos, no pagaban tributos y podían tener sirvientes. Donde los españoles hallaron una genuina nobleza nativa, no trataron de abolirla, como podía suponerse, sino que casi alentaron su supervivencia… con el transcurso del tiempo, algunos de ellos se convirtieron en hombres ricos y educados, y hasta adquirieron títulos de nobleza colonial, como por ejemplo José Gabriel Condorcanqui, curaca de Tungasuca y marqués de Oropesa».

Felipe II dispuso que se fundasen en todas las provincias y obispados del Perú colegios y seminarios para la educación de la nobleza inca. En 1750, la biblioteca del Colegio Máximo de San Pablo de Lima tenía alrededor de 43,000 libros, mientras que la biblioteca de la Universidad de Harvard solo tenía unos 4,000 ejemplares. Pero como la educación popular no se dio en Europa si no recién en la segunda mitad de siglo XVIII, no se promovió tampoco en América durante el Virreinato.  

Por tanto, en Hispanoamérica las clases sociales no estaban definidas por la raza: indígena o española, sino -como nos ocurre ahora mismo a nosotros, y sucede en tantas otras sociedades-, por los bienes materiales que se disponían.

En tercer lugar, la Corona Española edificó en el Perú 59 hospitales entre 1533 y 1792, de los cuales 20 se erigieron en Lima. De este modo, como comenta Miguel Rabí, “toda la población se encontraba protegida y recibía asistencia médica y farmacéutica, incluyendo atención a domicilio de los enfermos”. Y el mismo autor agrega: “hacia finales del siglo XVIII, Lima ofrecía la mejor asistencia hospitalaria de todas las ciudades hispanoamericanas, que, según el cómputo de población, llegó a tener quince camas por cada mil habitantes”. Y añade: “no se exigía pago alguno o cuota mínima de ninguna clase, ni al ingresar, ni durante el tratamiento o al término de este”.   

Por tanto, al tanto de estos hechos históricos, conviene reconocer que el dominio de España desde la Conquista hasta el fin del virreinato no fue la quema y el zaqueo de estas tierras, sino que cultivó y puso las bases para el surgimiento de una nación con una cultura propia a la que hoy llamamos Perú. La fecha de la independencia no puede ser origen de un resentimiento y un recuerdo amargo por lo pasado, sino el reconocimiento de que a los pobladores de estas tierras hispanoamericanas les había llegado la madurez, y que por tanto, convenía que empezaran a gobernarse por sí mismos, con independencia; reconociendo así que tenían y tenemos una cultura y una mentalidad propia, distinta a la del español europeo. Nosotros somos los españoles de América, las naciones que han surgido del mestizaje español y local de América.

Y terminemos considerando cómo han actuado otros pueblos. Los países que fueron parte del imperio inglés: Canadá, Australia o Nueva Zelanda recibieron mucho menos de la Corona inglesa de lo que nosotros recibimos de la española; sin embargo, ellos lo han valorado mucho lo poco que recibieron, no han renunciado a sus vínculos de origen y han sabido aprovecharlos para su desarrollo. Nosotros que recibimos mucho más, deberíamos asemejarnos en su actitud. Valorar más lo recibido, agradecer lo que somos y utilizar esa riqueza cultural y esos vínculos para seguir trabajando por el desarrollo de nuestra gente, especialmente aquellos que han tenido pocas oportunidades.

Una tarea indispensable para la Alta Dirección: el desprendimiento de los bienes materiales

Alejandro Fontana, PhD

Bartlett y Ghoshal comentan que “las empresas son una de las más importantes instituciones de la sociedad moderna, si no la más importante”. Del estilo de dirección que tenga la Alta Dirección, por tanto, dependerá mucho el impacto en la sociedad donde ellas operan.  De otro lado, el profesor Sellés explica que la calidad de una decisión depende de tres componentes: el bien objetivo que se persigue, las perfecciones en la inteligencia que la consecución de dicho bien produce, y las cualidades en la voluntad que la obtención de ese bien exige para alcanzarlo.

El también explica que en la naturaleza humana hay una regla sencilla: los bienes pequeños desarrollan perfecciones pequeñas en la inteligencia y generan cualidades simples en la voluntad; mientras que los bienes grandes desarrollan perfecciones grandes en la inteligencia y generan virtudes en la voluntad.

Es por esto, que el desarrollo de las personas y de las organizaciones depende de los objetivos que se quieran alcanzar. Si el objetivo es un bien pequeño, los desarrollos serán limitados; si en cambio, es grande, las inteligencias y las voluntades adquirirán y desarrollarán muchas perfecciones.

Si aplicamos estos criterios para evaluar en el plano empresarial el contraste que hay entre el bien común y los bienes materiales, encontraremos que entre ellos existe una diferencia sustancial: mientras que el bien común demanda acciones de largo alcance, planes muy articulados y acciones complejas, además de fortaleza y perseverancia; los bienes materiales exigen  planes menos complejos, con horizontes más inmediatos, y acciones menos exigentes. Es decir, mientras el bien común es causa de mucho desarrollo hacia dentro de la organización, e incluso hacia fuera; los bienes materiales pueden ser fuente incluso de vicios.

Ahora bien, como en una empresa la elección entre perseguir el bien común o dedicarse a un mayor enriquecimiento material corresponde a la Alta Dirección, es a este nivel al que hay que advertirle, especialmente, de esta realidad peculiar de la naturaleza humana.  Perseguir grandes bienes, como el bien común, produce muchas perfecciones en las personas; y por tanto, como comenta el profesor Cazorla, genera desarrollo en la sociedad: porque el desarrollo es de las personas, y no del entorno físico.

Pero para que la Alta Dirección sea capaz de tomar este tipo de decisiones, antes debe aprender a vivir la virtud del desprendimiento de los bienes materiales. Sin esta virtud es difícil comprender que estos bienes son medios para servir a otros; que su acumulación tiene, por tanto, un sentido relativo; y que la propia persona debe conformarse con aquello que es suficiente para pasarlo bien, y no exagerar ni en las comodidades ni en las facilidades personales, menos cuando se utilizan recursos de la empresa.