La riqueza de la vida contemplativa del directivo de empresa

Alejandro Fontana, PhD

La cercanía de la Navidad nos da una ocasión especialmente propicia para volver a mirar, con calma y sin caricaturas, una dimensión que suele quedar fuera del radar de la Alta Dirección: la vida contemplativa. No me refiero a un refugio intimista ni a una evasión de responsabilidades, sino a una fuente real de claridad interior, libertad y fortaleza para gobernar bien. Anticipo, de modo breve, el sentido de estas reflexiones: cuando un directivo cultiva una relación personal con el Señor, una amistad, aprende a poner a las personas por delante de sus propios intereses, pierde el miedo a lo que no controla, gana criterio para leer las circunstancias y se vuelve más justo y más magnánimo. Y esto repercute en su empresa, en su familia, en la ciudad, y finalmente, en el país.

Sin embargo, el clima cultural dominante nos empuja en la dirección contraria. En los tiempos modernos se ha buscado sacar la idea de trascendencia del ámbito profesional, político y empresarial, como si la fe fuera tolerable solo en lo privado, siempre que no toque el modo de comprender al ser humano y decidir en público. Lo paradójico es que vivimos en una sociedad, que aun cuando se declare secular, respira categorías morales heredadas del cristianismo. Tom Holland lo ha explicado con una imagen muy sugerente: “somos como peces que nadan en aguas cristianas, incluso cuando ya no nos damos cuenta de ello”(1). La dignidad de cada persona, la preocupación por el débil, la sospecha frente al poder cuando humilla, la idea de que lo humano tiene un valor intrínseco, no son “evidencias naturales” que aparezcan espontáneamente: tienen una historia, y esa historia está profundamente marcada por la revolución cristiana (2).

Y, sin embargo, casi todos intentamos explicarnos la realidad y controlar el futuro al margen de la riqueza de conocimiento y ayuda que la doctrina cristiana nos podría brindar. En la empresa esto se traduce en una tentación bien concreta: pensar que el hombre se entiende solo en el horizonte de la vida terrena, como si todo pudiera reducirse a desempeño, incentivos, métricas, reputación y control de riesgos. A esa situación quizás hemos llegado arrastrados por el empeño de unos pocos que no aceptan la realidad de que el ser humano no puede explicarse de modo completo sin trascendencia. Pero también hemos llegado por el silencio de muchos. Ante preguntas incisivas: “¿por qué traer a Dios a la conversación profesional?”, “¿no basta con la ética?”, “¿no es la fe un asunto privado?”, nos quedamos callados, y al callarnos fuimos asumiendo, casi sin notarlo, las posturas que otros imponían.

Ese silencio, conviene decirlo con honestidad, no siempre ha sido falta de convicción. En muchos casos ha sido consecuencia de una comprensión poco adecuada de la Verdad que el cristianismo proclama. Por la formación religiosa que hemos tenido, varios hemos reducido la vida espiritual al cumplimiento de actos externos: ir a Misa los domingos, dar limosna, participar en un voluntariado, llevar regalos en Navidad a niños menos favorecidos. Y, como segunda reducción, hemos identificado “vida espiritual” con una calificación moral: debes preocuparte de ser bueno; y por tanto, no debes robar, ni mentir, ni cometer actos impuros. Todo eso es importante, pero si se convierte en el núcleo, deja fuera lo más valioso del cristianismo: la construcción de la amistad con Nuestro Señor Jesucristo.

Aquí se juega un punto decisivo para el directivo. La amistad con Cristo no es un añadido piadoso; se ajusta de modo mucho más profundo a la condición del ser humano, que es un ser relacional. No se puede explicar una persona humana sola, porque su naturaleza exige comunicabilidad, exige siempre un tú. Y hay circunstancias humanas —algunas muy frecuentes en la vida de un directivo— en las que la única comunicación realmente posible es la que la persona puede tener con su Creador. En esas circunstancias no entra nadie: no entra el directorio, no entra el equipo, no entra el mentor, no entra la familia. Y si en ese punto la persona no ha cultivado una relación personal con Dios, allí se quedará sola, no solo en el plano afectivo, sino en el plano más crítico: el de la verdad sobre sí misma y sobre lo que debe hacer.

Por eso, la vida contemplativa no es otra cosa que cultivar esa amistad con el Creador, partiendo de dos realidades que el Cristianismo enseña, y que bien entendidas, vuelven todo sorprendentemente sencillo: que Él quiere tener esa relación conmigo; y que Él es Quien más me quiere. Cuando estas verdades se vuelven reales en uno —no ideas, sino una experiencia espiritual buscada con perseverancia— la amistad deja de ser un ideal para “gente especial”, y se vuelve un camino asequible para cualquier directivo que quiera vivir con unidad interior. Guardini, en otro registro, describe esta necesidad de contrapeso interior: la vida tiende a dispersarse hacia fuera y necesita una dirección hacia dentro, como la respiración que tiene dos movimientos indispensables (3). En el lenguaje de nuestra época: sin interioridad, la agenda manda; y cuando la agenda manda, la persona se vuelve reactiva, calculadora, y en el fondo, frágil.

Cuando un directivo de empresa empieza a desarrollar esta amistad con el Señor, aprende a colocar a los demás: clientes, colaboradores, proveedores, vecinos por delante de sus propios intereses. No porque “convenga”, sino porque descubre un orden más verdadero. Además, empieza a leer mejor las circunstancias: no solo las variables financieras o competitivas, sino las humanas, que son las que suelen decidir la salud real de una organización. Y acude a su gran Amigo para pedirle consejo y para aguantar los momentos difíciles.

Un directivo que vive así se vuelve más consciente de una realidad que la técnica, por sí sola, no logra domesticar: nunca tenemos el control de todas las variables. Y, sin embargo, en ocasiones nos sentimos seguros, porque las pocas variables que alcanzamos a ver parecen estar bajo control: ¡Qué ingenuos somos!… La vida contemplativa introduce humildad intelectual y humildad operativa: enseña a decidir sin idolatrar la propia capacidad de predicción; a perseverar sin caer en ansiedad; a rectificar sin perder dignidad.

Con el tiempo, su capacidad de preocuparse por los demás sigue creciendo; y crece también su iniciativa. Emprende nuevas acciones buscando el bien común de las personas de su empresa, y luego de su ciudad, y luego de su país. Y se vuelve más justo, sí; pero no se queda allí: aspira a ser más magnánimo. La justicia asegura lo debido; la magnanimidad abre posibilidades donde antes solo había “política” y “cálculo”. Un empresario que ya vive esta realidad me dijo en una ocasión: “al final del año, lo primero que hago es revisar la cuenta de resultados para ver si puedo aumentar la remuneración de mis colaboradores”. La frase es sencilla, pero retrata un cambio de centro: el resultado no como trofeo, sino como medio para servir a personas concretas.

Si nos damos cuenta, todos en nuestra sociedad nos beneficiaríamos mucho si nuestros directivos de empresa comienzan a tener una vida contemplativa. Quizás nos falta hacer un poco más de difusión de esta realidad, con un lenguaje adulto, sin reducciones y sin complejos. Este tiempo de Navidad, ojalá sea ocasión para reflexionar en ello y para iniciar, cada uno donde está, una revolución auténtica: la de la interioridad que se vuelve servicio; la de la fe que se vuelve criterio; y la de la amistad con Cristo que se vuelve liderazgo.

¡Muy Feliz Navidad!

Referencias

(1) Entrevista a Tom Holland, “We swim in Christian waters”, Church Times (27 de septiembre de 2019).

(2) Tom Holland en Dominion (2019).

(3) Romano Guardini, reflexión sobre la necesidad de contrapeso interior (“composure”) en Meditations Before Mass (traducción en guardini.wordpress.com).

El “arte perdido” de las familias numerosas

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Alejandro Fontana, PhD

Domingo último, en una parroquia de Lima, al terminar la Misa, un pequeño grupo de señoras comentaba entre ellas. El tema no era la homilía ni la lectura del Evangelio, sino dos familias que habían llamado poderosamente su atención: una con siete niños pequeños y otra con cuatro. “Yo no entiendo cómo pueden tener tantos hijos”, decía una; otra asentía con un gesto entre la admiración y la incredulidad. Para ellas, que una familia tenga siete hijos, o incluso cuatro, resulta casi incomprensible, algo que se sale de lo “normal”.

La escena es aparentemente banal, pero revela un cambio profundo: en buena parte de las ciudades del mundo, una familia numerosa se ha convertido en una rareza, casi en un “caso límite” que provoca comentarios. Esa extrañeza no es casual; está ligada a una transformación demográfica global de la que habla el especialista en demografía  Nicholas Eberstadt en su artículo “The Age of Depopulation” y en la entrevista con Peter Robinson: por primera vez desde la Peste Negra del siglo XIV, la humanidad entra en una era de despoblamiento.

Mientras algunos siguen repitiendo que el problema del planeta es la sobrepoblación, los datos muestran otra cosa: caídas históricas de la fecundidad en Francia, en Europa en su conjunto, en países de Asia oriental como China, Japón, Corea del Sur y Taiwán, y una tendencia que se extiende silenciosamente por casi todo el globo. El reto que se abre ante la humanidad ya no es cómo gestionar un crecimiento explosivo de la población, sino cómo vivir en un mundo que se hace más viejo, con menos niños, y qué significa eso para las familias y para las relaciones humanas.

Del miedo a la sobrepoblación al reto del despoblamiento

Eberstadt recuerda que desde el siglo XIV hasta hoy, la población mundial se multiplicó aproximadamente por veinte. Durante siglos, la regla fue simple: los seres humanos tendían a tener más hijos que el número de personas que morían, y eso producía un crecimiento gradual, incluso exponencial, de la población. En los años 60, Paul Ehrlich, con su famoso libro The Population Bomb, sintetizó el miedo de toda una generación: el temor a que la población creciera tanto que el planeta no pudiera sostenerla.

Sin embargo, hoy nos encontramos ante un fenómeno inverso. La salud global está en su mejor momento histórico, la esperanza de vida ha aumentado en casi todos los países, y, sin embargo, las tasas de natalidad se hunden por debajo del nivel de reemplazo:  2.1 hijos por mujer.

Eberstadt aporta algunos datos particularmente elocuentes:

En Asia oriental: China, Japón, Corea del Sur y Taiwán, la fecundidad media está aproximadamente un 50 % por debajo del nivel de reemplazo. En conjunto, la región se acerca a un hijo por mujer a lo largo de la vida, y en algunos lugares ya se está por debajo de ese nivel. Si nada cambia, cada nueva generación será, en promedio, casi la mitad de numerosa que la anterior.

En Europa, la situación también es crítica. La Unión Europea pasó de registrar unos 6.8 millones de nacimientos en 1964 a menos de 3.7 millones en 2023. Rusia, desde la caída de la Unión Soviética, ha tenido unos 17 millones más de muertes que nacimientos. Francia, tradicionalmente uno de los países europeos con natalidad más alta, tuvo el año pasado menos nacimientos que en 1806, cuando Napoleón aún ganaba batallas.

El fenómeno se extiende por América Latina, por el norte de África y por el Medio Oriente: países como Irán o Turquía llevan años con tasas por debajo del reemplazo.

Sólo África subsahariana, y de manera parcial, los Estados Unidos, gracias también a la inmigración, constituyen excepciones significativas. Pero incluso en África, las tasas de fertilidad descienden con rapidez. La humanidad, en casi todos los continentes, se ha puesto en marcha hacia un escenario de despoblamiento, aunque muchos sigan hablando, casi por inercia ideológica, de “sobrepoblación”.

El “arte perdido” de las familias numerosas y el peso del contexto

Volvamos a la escena de la parroquia limeña. Lo que para las señoras era incomprensible: una familia con siete hijos, otra con cuatro, hace apenas unas décadas era perfectamente normal en muchos barrios del Perú y del mundo. ¿Qué ha cambiado?

Eberstadt sugiere que estamos ante algo parecido a un “arte perdido”. En la entrevista, explica que, cuando en una sociedad desaparece la experiencia cotidiana de las familias numerosas, se pierde también la “sabiduría práctica” y la cultura que hace posible vivir en ellas. Es como el latín: mientras fue una lengua viva, se transmitía; una vez que dejó de hablarse, conservarlo exigió un esfuerzo extraordinario. Del mismo modo, cuando casi nadie tiene muchos hijos, la idea misma de una familia grande se vuelve extraña, incluso impracticable.

Aquí entra en juego la intuición de René Girard sobre la imitación social (la mimesis). Para Girard, los deseos no nacen en el vacío: deseamos lo que otros desean, imitamos los modelos que tenemos delante. Si los referentes cercanos: vecinos, amigos, colegas consideran que lo “normal” es tener uno o dos hijos, esa norma tácita se impone; si, en cambio, se vive en un contexto donde cuatro o cinco hijos son habituales, esa será la referencia.

Eberstadt cita el caso de Israel: incluso los judíos laicos en Israel tienen tasas de fecundidad claramente por encima del reemplazo, mientras que los judíos seculares en Estados Unidos están muy por debajo. En Israel, un padre con cinco hijos cuenta que sus vecinos tienen seis, siete, y que muchas mujeres comentan entre ellas: “cuatro es el nuevo dos”. Es decir, la “norma cultural” del entorno sostiene el deseo y la decisión de tener más hijos.

En la parroquia limeña de la anécdota sucede lo contrario: el entorno urbano y de clase media ha naturalizado la familia pequeña hasta el punto de que siete hijos son vistos casi como un exceso incomprensible. Se ha perdido, o se está perdiendo, el arte de vivir en familia numerosa, y con él el lenguaje simbólico, la paciencia y las virtudes que lo sustentan.

Lo que priorizan las sociedades ricas y el impacto en la natalidad

¿Por qué ocurre esto, sobre todo en sociedades ricas o en sectores con más educación? Eberstadt recoge una idea ya apuntada por Gary Becker: cuando aumenta la renta y el nivel educativo, no sólo se dispone de más recursos, también cambian los gustos y las prioridades. En los países ricos, explica, las personas tienden a valorar por encima de todo:

a) La autonomía personal.

b) La auto-realización individual.

c) La comodidad y la gestión flexible del propio tiempo.

Los hijos, con sus muchas alegrías, son, sin embargo, “inconvenientes por excelencia”: demandan tiempo, sacrificios, renuncias a otros proyectos personales, y su cuidado se extiende durante décadas. Además, en las clases medias y altas, tener un hijo suele ir asociado a un “paquete” de expectativas: buena educación, universidad, quizá estudios de posgrado, experiencias formativas costosas, etc. Cada hijo es un “proyecto intensivo” que parece incompatible con tener muchos.

Eberstadt subraya que el mejor predictor de la fecundidad de un país no es tanto su nivel de ingresos, sino el número de hijos que las mujeres dicen que quieren tener. Y en muchas sociedades acomodadas esa cifra se ha desplomado. No es que la biología haya cambiado, sino el imaginario de lo que se considera una vida buena.

Aquí se percibe también una caída de valores en sentido profundo, no como juicio moralista, sino como cambio de orientación vital: se ha pasado de una vida que se pensaba en clave de don, misión, pertenencia, trascendencia y familia, a una vida entendida como proyecto individual de auto-optimización, centrado en el yo. Si el ideal es estar siempre disponible para uno mismo: para viajar, cambiar de trabajo, reinventarse, los hijos se perciben como un obstáculo estructural.

“La humanidad está muriendo”

El empresario Elon Musk ha resumido el problema con una frase provocadora: “la humanidad está muriendo”, aludiendo a la caída global de los nacimientos. Eberstadt matiza: desde el punto de vista material, la humanidad puede decrecer numéricamente durante mucho tiempo y seguir contando con “miles de millones” de personas en el planeta; además, nuestra capacidad de adaptación tecnológica es enorme y hace probable que sigan mejorando los niveles de vida.

Sin embargo, el problema central no es sólo cuantitativo. Eberstadt subraya algo inquietante: nunca ha habido tanta gente viva al mismo tiempo como hoy, y rara vez ha habido tanta soledad. Hemos encontrado fórmulas para la abundancia material, pero no para el sentido de la vida. El “desplome” de los nacimientos refleja una reorganización de valores que, en muchos casos, sustituye antiguos valores más exigentes y fecundos por otros más cómodos pero vacíos.

En términos familiares y relacionales, el despoblamiento implica:

a) Menos hermanos, primos, tíos, abuelos rodeando a los niños.

b) Redes familiares más pequeñas y frágiles.

c) Menos experiencias cotidianas de cuidado mutuo, sacrificio y cooperación.

d) Más personas mayores sin descendencia o con un solo hijo, más expuestas a la soledad.

En una sociedad de familias reducidas y envejecidas, muchas relaciones humanas se vuelven más frágiles y contractuales. Se rompe la experiencia tan formativa de crecer rodeado de otros con quienes hay que aprender a compartir, perdonar, negociar, sostener, servir.

Vista así, la frase “la humanidad está muriendo” tiene también una dimensión espiritual: se están debilitando las fuentes de sentido y de vínculo que han hecho posible la transmisión de la vida y de la cultura. Las señoras de la parroquia no sólo se extrañan de una cifra: siete hijos, sino de un modo de vivir que ya no comprenden.

Conclusiones

La escena de una parroquia en Lima y los datos de Eberstadt apuntan en la misma dirección: en buena parte del mundo no estamos ante una explosión demográfica incontrolable, sino ante un despoblamiento real que avanza silenciosamente. En Europa, en Asia oriental, en muchos países de renta media, las tasas de fecundidad se sitúan muy por debajo de lo necesario para el reemplazo generacional. Las familias numerosas se vuelven excepción, y esa excepción se vive como algo extraño.

La causa no es sólo económica ni biológica. Es, sobre todo, cultural y espiritual. A fuerza de imitar modelos de vida centrados en la autonomía, la auto-realización y la comodidad, lo que René Girard explicaría como la lógica de la imitación social, muchas sociedades han dejado de ver los hijos como un bien deseable y se han vuelto incapaces de sostener el “arte” de las familias grandes. Se ha roto la cadena de transmisión de un modo de vivir que implicaba renuncia, pero también una riqueza humana y afectiva difícil de sustituir.

La experiencia histórica sugiere que las políticas públicas de incentivo económico: bonos por nacimiento, desgravaciones fiscales, etc. no bastan para revertir esta tendencia: son caras y generan sólo pequeños repuntes temporales. El problema es más profundo: tiene que ver con qué entendemos por una vida lograda.

Si la humanidad quiere afrontar el reto del despoblamiento sin perder su humanidad, necesita algo más que ajustes técnicos. Necesita un resurgimiento del sentido de la vida y de los valores: recuperar la idea de que la vida no se agota en el propio proyecto individual, que amar y ser amado exige salir de uno mismo, que la familia es un lugar de crecimiento y de plenitud, no sólo de carga.

Cuando una cultura vuelve a descubrir que la vida es un don, que merece ser compartido, los hijos dejan de ser un problema a gestionar y se convierten de nuevo en una respuesta concreta a la esperanza. Solo en ese marco, no sólo económico, sino de sentido, podrá renacer una apertura a más niños y a una vida familiar más rica, incluso si las cifras demográficas no vuelven a los niveles del pasado.

Quizá, dentro de unos años, en esa misma parroquia de Lima, ya no cause tanta extrañeza ver una familia con siete hijos o con cuatro. No porque vuelva a imponerse una consigna de “tener muchos hijos” desde fuera, sino porque haya ido cambiando, lentamente, el horizonte de valores y de deseos que hoy hace imposible, o incomprensible, lo que durante siglos fue una expresión normal de una vida confiada y abierta al futuro.

Propinas que hablan al tú: la gratuidad como deber de quienes más recibieron

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Alejandro Fontana, PhD

Todos hemos recibido bienes gratuitamente: la vida, el cuidado de otros, oportunidades, perdones inmerecidos. Algunos hemos recibido más que otros. ¿Para qué? No para encerrarnos en la autosatisfacción, sino para poner esos bienes al servicio de quien recibió menos. La antropología de Leonardo Polo ayuda a decirlo con una frase feliz: “La persona añade a la naturaleza la dimensión efusiva, aportante”; la persona no se agota en tener, se cumple aportando (Sellés, 2024).

Benedicto XVI lo expresa del modo más simple y profundo: “el ser humano está hecho para el don”; por eso, el desarrollo auténticamente humano “necesita hacerle lugar al principio de la gratuidad como expresión de fraternidad”. La gratuidad no es un adorno moral ni algo “extra” después del comercio y la ley: es condición de una vida social verdaderamente humana (Caritas in veritate).

La gratuidad está en el origen de todo -nadie pagó por nacer-, pero no es exclusiva del primer capítulo de nuestra historia. Debe acompañarnos siempre: cuando trabajamos, descansamos, conducimos… y cuando agradecemos un servicio cotidiano. Allí aparece la propina: un gesto pequeño, que si nace de la gratitud, se convierte en una escuela de justicia ampliada.

Ahora, miremos nuestra ciudad con datos. Según la Asociación Peruana de Empresas de Investigación de Mercados (APEIM), en Lima Metropolitana hay 3’289,653 hogares; de ellos, solo el 2.4% pertenece al NSE A. En números redondos, unos 79 mil hogares. Además, el ingreso familiar mensual promedio del NSE A en Lima es S/ 13,923. Por tanto, ¿está Usted en ese grupo reducido? Si lo está -o si está cerca-, su responsabilidad social personal no se terceriza. Empieza por cómo trata y remunera a quien le sirve día a día.

El panorama nacional confirma lo excepcional: en todo el Perú, solo el 0.9% de los 10’196,775 hogares está en el NSE A, unos 92 mil hogares. Es decir, muy pocos recibieron mucho. Y cuanto más recibimos, más nos obliga el don.

¿Qué tiene que ver todo esto con la propina? Mucho. Primero, porque nunca podremos “pagar” del todo el servicio que un barbero, una peluquera, un taxista, un mozo o una repartidora nos presta. Siempre hay un plus humano: tiempo, esmero, sonrisa, que no cabe en la tarifa. La propina permite reconocer ese excedente y convertir nuestra gratitud en una señal económica tangible.

Segundo, porque la propina no es “lo que sobra”. Si creemos que la persona se realiza aportando, dar propina es dar de sí: poner atención, mirar a los ojos, tratar por su nombre, agradecer con educación, reconocer la dignidad del otro. Ese “modo” vale tanto como el monto. La propina no compra al otro; lo honra.

Tercero, porque el bien es difusivo. Cuando damos propina con criterio y generosidad, educamos -sin discursos- a nuestros amigos, colegas y familiares. Quien nos ve aprende que el éxito no se mide solo por cuánto acumulo, sino por cuánto devuelvo. Así, la lógica del don se cuela en la rutina urbana y corrige, silenciosamente, la estrechez del “precio justo” entendido como única medida.

¿Y cuál es una propina “justa y generosa”? No existe una regla universal; hay que calibrar capacidad y contexto. Pero si usted pertenece o aspira a ese 2.4% limeño del NSE A, y su hogar se mueve en ingresos cercanos a S/ 13,923 mensuales, la pregunta no es “¿cuánto es lo mínimo aceptable?”, sino “¿qué gesto habla de lo que he recibido y del país que quiero construir?”. Una guía sencilla: que el monto se sienta -también en usted- como un acto de reconocimiento, no como un trámite. Y que el gesto siempre vaya acompañado de atención personal: “Gracias, Rosa… Gracias, Carlos”. El nombre importa.

Podemos discutir impuestos, modelos y reformas -y debemos hacerlo. Pero no deleguemos a la política lo que está a un metro de nosotros. La propina generosa es política de proximidad: fortalece el respeto, mejora el ánimo del servicio, inyecta liquidez a quienes viven del día a día y ensancha el alma de quien da. De nuevo con Benedicto XVI: la gratuidad no compite con la justicia; la precede y la completa (Caritas in veritate).

Si hemos recibido más, es para dar más. Que nuestras propinas -hoy, no mañana- hablen de esa verdad: que somos, ante todo, seres aportantes llamados a convertir la gratitud recibida en gratitud ofrecida. No olvidemos, que en ese intercambio que no se reduce a equivalencias, se juega la dignidad de nuestra ciudad.

¿Por qué nací en mi Perú?

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Alejandro Fontana, PhD

Hay una pregunta que todo joven debería hacerse -y con más razón quien accede a una formación profesional: ¿cuál es el sentido de mi vida y por qué nací aquí, en el Perú? No es una curiosidad sentimental; es una cuestión de propósito. Si la vida no es un accidente, entonces el lugar en el que nacimos tampoco lo es. Nacer en un país concreto forma parte de la llamada personal que cada uno recibe para orientar su libertad al bien.

Cuando uno se interroga en serio por su propósito, descubre que la carrera, el título y la especialidad no bastan para responder. El propósito se expresa en el servicio concreto que cada persona está llamada a brindar, especialmente allí donde el dolor humano es más hondo: pobreza material, pero también pobreza espiritual, cultural y cívica. Si mi vocación pasa por poner mis capacidades al servicio de quienes no han tenido ocasión de salir de la pobreza, es razonable pensar que el Perú -con su geografía social aún desigual, pero a la vez tan rica en humanidad- no solo es el escenario donde nací: es el territorio moral donde mi vida está llamada a dar frutos.

Nacer en el Perú significa haber visto de cerca el desorden y la grandeza, el engaño y la honradez silenciosa, el olvido del Estado y la fuerza de la familia, la informalidad y la capacidad de emprender. Todo eso configura una responsabilidad. La profesionalización, en este contexto, no es un privilegio para escapar, sino un compromiso para transformar. El acceso a la universidad o a la especialización profesional impone una pregunta añadida: ¿para qué se me confía esta formación? Si respondo con honestidad, la respuesta suele incluir un “para otros”, más allá de mis proyectos personales.

Aquí aparece una encrucijada frecuente. Muchos buenos profesionales, intelectuales y también padres de familia consideran que lo mejor para sus hijos es emigrar y vivir en un país desarrollado. En algunos casos, por seguridad o persecución, esa decisión es comprensible. Pero en otros, quizás la emigración se decide al margen de la misión personal. El discernimiento vocacional exige preguntarse no solo “¿qué me conviene?”, sino “¿qué me corresponde?”. Y lo que me corresponde está unido a aquello que puedo aportar donde más falta hace. A veces el lugar correcto es fuera; muchas otras, es aquí mismo.

Víctor Andrés Belaunde (1943) lo expresó con una lucidez que sigue interpelando: “La peruanidad es una síntesis comenzada, pero no concluida. El destino del Perú es continuar realizando esa síntesis. Ello da un sentido primaveral a nuestra historia”. La frase, lejos de ser un eslogan, es un criterio de decisión personal. Si el Perú es una síntesis viva y todavía en proceso, entonces cada biografía profesional es una pieza necesaria para seguir tejiendo esa unidad en la diversidad. La pregunta “¿por qué nací en mi Perú?” se contesta así con otra: “¿qué parte de esa síntesis me toca realizar a mí, desde mi oficio, en este tiempo y en este lugar?”.

José Antonio del Busto (1996), por su parte, recordó que la Patria no es una abstracción sino una realidad que nos precede y reclama:

Patria… es el pasado, el presente y el futuro: es el conjunto de tumbas guardadas con gratitud, de hombres que viven con dignidad y de cunas ansiadas con esperanza. El Perú, como Patria, es una de las más antiguas del continente americano. Quien hace algo grande por su Patria es un patricio; quien la ama con autenticidad, un patriota”.

Más allá de la retórica, hay aquí un juicio práctico: pertenecer implica deberes, y los deberes se desempeñan donde la pertenencia nos llama por nuestro nombre propio.

Si mirar el Perú con realismo desalienta, conviene recordar que la vocación no siempre coincide con la comodidad. El propósito personal madura cuando se encuentra con necesidades reales: escuelas sin maestros motivados, distritos sin agua segura, postas sin gestión, pequeñas empresas sin capacidades de gestión, jóvenes sin referentes morales. En ese cruce entre necesidad y competencia -allí donde mi conocimiento técnico y mi carácter pueden aliviar un dolor concreto- suele aparecer con nitidez el para qué de la vida. No es casual que tantas biografías luminosas hayan brotado de un compromiso territorial paciente: educadores que transforman colegios públicos, ingenieros que organizan sistemas de agua rural, médicos que dignifican la atención primaria, economistas que formalizan cadenas productivas locales, comunicadores que reconstruyen confianza institucional. Ese es el tipo de respuesta que reclama la pregunta por el sentido.

¿Significa esto que nadie deba emigrar? No. Significa, más bien, que emigrar o quedarse sea fruto de un discernimiento honesto sobre la misión personal. El que parte por misión -a formarse con la mira puesta en volver a multiplicar capacidades, o a servir a peruanos en diáspora, o a tejer puentes de inversión y conocimiento- puede estar cumpliendo su vocación. El que parte solo para huir, quizá posterga esa respuesta. Y el que se queda sin servir, también la posterga. Lo decisivo no es el código postal, sino la fidelidad al llamado.

Vuelvo a la pregunta inicial: ¿por qué nací en mi Perú? Nací aquí, porque mi vida tiene un sentido que se juega en el servicio a personas concretas, en esta tierra concreta. Mi profesión, entonces, no es un fin en sí, sino una herramienta para construir la síntesis viva que todavía nos falta. Y si el Perú es un proyecto inacabado, quizá por eso mismo ofrece a cada uno la posibilidad de una biografía con sentido: la de quien decide, con su trabajo y su vida familiar, ser parte de la respuesta.

Referencias

Belaúnde, V. A. (1943). Peruanidad. Lima: Mercurio Peruano.

Del Busto, J. A. (1996). El Perú esencial. Educación, Vol V. N° 10.

Gestión de la Inteligencia Emocional: un enfoque espiritual para la Toma de Decisiones en Entornos Empresariales

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Alejandro Fontana, PhD

El vértigo empresarial suele medirse en indicadores financieros, KPIs y retos operativos; sin embargo, el termómetro decisivo es invisible: las emociones que gobiernan al directivo. Estrés, irritación o desasosiego no provienen tanto de los hechos como de dónde dirigimos la mirada interior. John J. Davis lo expresa con claridad al definir la inteligencia emocional (IE) como «la capacidad de identificar y regular nuestras propias emociones, reconocer las de los demás y utilizar estas habilidades para comunicar con eficacia y construir relaciones productivas» (Davis, 2023). Vista así, la IE enriquecida con una perspectiva cristiana que ancla la serenidad en verdades de fe deja de ser un “plus” blando, y se convierte en la palanca que sostiene la paz interior, y con ella, la lucidez estratégica.

A lo largo del texto abordaremos brevemente cuatro temas: la ecuación de Davis (2023) para evaluar la calidad de vida y su aplicación cotidiana en la empresa; el poder de la atención para desactivar el estrés directivo; tres anclas espirituales que ensanchan la paz interior; y prácticas concretas para cultivar la IE en entornos exigentes.

Davis (2023) resume la influencia de la atención en una ecuación tan simple como reveladora:

Calidad de la vida (QL) = Calidad del Objeto de Atención (Qobj) × Calidad de Atención (Qatt) × Tiempo de Atención (Tatt)

Por tanto, la calidad de vida de un directivo no depende solo de la magnitud de sus desafíos, sino del tipo de estímulos que deja entrar, de la profundidad con que se concentra en ellos y de la duración de ese enfoque. Imaginemos dos escenas: después de una junta tensa, un gerente se refugia media hora en redes sociales —objeto trivial, atención fragmentada, tiempo considerable— y termina, en consecuencia, más ansioso que antes; otro dedica cinco minutos a releer un pasaje de la Sagrada Escritura y a respirar con calma —objeto elevado, atención plena, tiempo breve— y regresa, por tanto, con respuestas templadas. El contraste ilustra la ecuación en acción.

El siguiente paso es adiestrar la mente para elegir Objetos de Atención (Qobj) nobles. Aquí la tradición cristiana ofrece tesoros que garantizan paz: saber que “nuestro nombre está escrito en el Cielo” (Lc 10, 20) relativiza la caída de ventas; contemplar a Dios como Padre cercano e infinitamente misericordioso destrona la soledad; ejercitar la gratitud diaria reprograma el radar interior para detectar oportunidades en lugar de amenazas. Cuando el directivo recuerda que su identidad no depende del último trimestre, se libera de la tiranía del corto plazo y piensa con horizonte.

Pero no basta seleccionar buenos Objetos: la Calidad de Atención (Qatt) decide si esa verdad germina. De poco sirve tener una una buena lectura delante de uno si las notificaciones bombardean cada diez segundos. La regla «una sola ventana» —cerrar la Lap Top cuando se dialoga, apagar el celular durante el almuerzo— eleva el Qatt y multiplica el efecto benéfico del objeto. Por último, se requiere tener presente el  Tiempo de Atención (Tatt) a la actividad noble que se desarrolla.

Conviene traducir estas ideas a prácticas ejecutivas. Primera: instaurar el briefing del alma. Antes del primer correo, escribir la intención del día —«escuchar con paciencia, decidir con calma»— orienta la emoción y vacuna contra la reactividad. Segunda: incluir al inicio y al cierre de la jornada bloques de diez minutos de contemplación de las verdades de fe para resetear la amígdala y recuperar una mirada estratégica. Tercera: transformar los KPI en KPPray. Al revisar cifras, añadir dos columnas mentales: gratitud (“¿qué bien refleja esta métrica?”) y servicio (“¿a quién beneficia?”). Cuarta: celebrar cada mes una reunión para admirar la belleza donde el equipo contemple arte o naturaleza y extraiga lecciones de armonía aplicables al negocio. Quinta: blindar la desconexión dominical como mandato de dignidad personal y fuente de creatividad.

Así, la inteligencia emocional deja de ser un destello ocasional para convertirse en disciplina: elegir el objeto correcto, cuidar la calidad de la atención y concederle el tiempo necesario. La ventaja competitiva no surge solo de algoritmos, sino de líderes que gestionan su interior con la misma precisión con que gestionan activos y flujos de caja.

Conclusión

La inteligencia emocional no es un talento escaso, sino un hábito cultivable que florece cuando alineamos los objetos de nuestra atención con su calidad y duración. En el fragor de las juntas y los deadlines, el directivo que aprende a mirar primero las verdades eternas: la alegría de ser parte de la familia divina o la ternura de un Padre que siempre nos cuida descubre que la paz no es ausencia de problemas, sino presencia de sentido. Y con la paz llega la visión clara: empresas más humanas, decisiones más justas y líderes que irradian esperanza en tiempos inciertos.

La ventaja competitiva que todo directivo necesita comprender: que el ser humano es paradójico

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Alejandro Fontana, PhD

La experiencia demuestra que las mejores decisiones empresariales no se toman únicamente con hojas de cálculo, sino con una comprensión penetrante de la condición humana. Y la persona, lejos de ser lineal, es paradójica. Quien manda en una organización y pasa por alto este dato termina sorprendido por comportamientos que parecen ilógicos —propios y ajenos—; y con frecuencia, ve cómo proyectos bien diseñados se descarrilan.

En definitiva, este artículo exhorta a los directivos a descifrar las dualidades que configuran la condición humana —crecer renunciando, mandar sirviendo, poseer compartiendo—, integrarlas como eje de sus políticas y procesos, e iluminados por una antropología personalista, convertir esa comprensión en fuente de decisiones creativas, éticas y sostenibles que impulsen la excelencia empresarial y eleven la dignidad de todos los implicados.

Recorreremos, primero, la paradoja constitutiva de la persona humana y su vigencia en la vida cotidiana; luego, veremos cómo esas tensiones se reproducen en la empresa mediante casos recientes que muestran la necesidad de reinventarse a costa de renuncias; a continuación, presentaremos criterios operativos para que los directivos transformen la paradoja en ventaja competitiva —diagnosticando tensiones, institucionalizando la humildad, vinculando incentivos al desprendimiento, celebrando renuncias estratégicas y midiendo el “descenso” que permite crecer—; y cerraremos con una invitación a profundizar en la antropología cristiana, marco que ilumina la dignidad, la libertad y la vocación relacional de las personas, elementos indispensables para dirigir organizaciones sostenibles y fecundas.

El hombre un ser paradójico

El ser humano es, en esencia, un ser de opuestos: para vivir hay que dejar morir la versión anterior de uno mismo; la verdadera grandeza surge de la humildad que reconoce límites y abre la puerta al aprendizaje y la colaboración; la riqueza auténtica requiere vivir con la sencillez del pobre, pues el desapego permite decidir sin miedo a perder; quien realmente es dueño de sus bienes los pone al servicio de los demás, de lo contrario, esos bienes lo terminan poseyendo; toda satisfacción demanda renuncia, porque elegir supone descartar; y para alcanzar la cima antes es necesario descender, ya que la autoridad se conquista sirviendo.

Como explicó Viktor Frankl en El hombre en busca de sentido: “cuando no somos capaces de cambiar una situación, nos encontramos ante el desafío de cambiarnos a nosotros mismos”. Es decir, cuando todo control externo desaparece —comodidad, seguridad, futuro— queda un último ámbito de dominio propio: la actitud con la que uno enfrenta lo inevitable. Ese “cambiarnos a nosotros mismos” no significa resignación pasiva, sino activar la libertad interior para otorgar sentido a lo que sucede.

Trasladado a la paradoja humana, el punto es que las tensiones opuestas (ganar–perder, subir–bajar, poseer–dar) nunca desaparecen; más bien revelan nuestra limitación ante circunstancias que no podemos ajustar a voluntad. Quien se aferra a controlar cada variable termina paralizado o frustrado. En cambio, quien reconoce la polaridad se coloca en el “espacio de elección” al que Frankl alude: puede reconfigurar su propio marco mental —renunciar, aprender, ceder— y así transformar la adversidad en ocasión de crecimiento.

Las paradojas en la empresa

Las paradojas que habitan al ser humano afloran también en la empresa y determinan sus grandes giros estratégicos. Innovar exige, antes que nada, aceptar cierta autodestrucción: Netflix se vio obligada a dejar morir su rentable negocio de DVD con el que nació en 1998, para nacer de nuevo como plataforma de streaming, demostrando que a veces, la única forma de preservar la vida corporativa es sacrificar el modelo que la originó. Del mismo modo, el crecimiento demanda renunciar a cuotas de poder: cuando un director general apuesta por un liderazgo distribuido y concede autonomía real a cada nivel, él pierde control inmediato, pero la organización gana velocidad de aprendizaje y capacidad de respuesta.

En el plano financiero, la rentabilidad más sólida suele surgir de un propósito generoso: Patagonia, al destinar un uno por ciento de sus ventas a causas ambientales, “gasta” en el presente y cosecha en fidelidad y talento a largo plazo, porque hay clientes y colaboradores que deciden comprar y trabajar donde perciben coherencia con sus valores. Asimismo, el éxito económico pide disciplina austera: Mercadona mantiene márgenes altos, porque vigila cada céntimo como si no pudiera permitirse lujos, demostrando que vivir como “pobre” es, paradójicamente, la ciencia de hacerse rico. Incluso, la atracción de los mejores profesionales nace de la vulnerabilidad: Satya Nadella, Chairman y CEO de Microsoft, inicia sus reuniones con la pregunta: “¿qué no sé todavía?”. Así, al bajar, eleva a su equipo, consolidando un compromiso y una creatividad imposibles bajo la coraza del líder infalible. Quien abraza estas tensiones gobierna su empresa con realismo estratégico; quien las niega se condena a la frustración de resultados tan contradictorios como la realidad que pretende esquivar.

Convertir la paradoja en criterio de gestión

Para convertir la paradoja en criterio de gestión, lo primero es diagnosticar las tensiones ocultas: antes de aprobar un plan, pregúntese qué debe sacrificarse para que la iniciativa cobre vida y qué parte de su control o presupuesto necesita “morir” para que nazca la innovación. El paso siguiente consiste en institucionalizar la humildad mediante foros donde cualquier colaborador pueda cuestionar las decisiones de la dirección sin temor, porque la grandeza corporativa florece cuando el error se señala con libertad. Después, vincule los incentivos al desprendimiento y reconozca a quienes comparten información, ceden recursos o forman nuevos talentos, demostrando que los bienes materiales y el know-how están al servicio de la misión y no al revés. No olvide celebrar las renuncias estratégicas: comunicar tanto los hitos logrados como los proyectos descartados refuerza la idea de que renunciar es avanzar. Por último, mida el “descenso” que permite subir mediante indicadores de aprendizaje    —ideas surgidas de fracasos, líderes emergentes— y acompáñelos de las métricas financieras habituales.

Más allá de las paradojas: la persona en el centro

Reconocer la estructura paradójica es un umbral, no la meta. Para gobernar empresas que generen valor económico, y a la vez, dignifiquen a las personas, conviene profundizar en la antropología cristiana. Esta tradición define a la persona como un ser relacional, libre y llamado a la donación. Estas categorías iluminan por qué las paradojas no son caprichos, sino caminos de plenitud.

Quien estudia a autores como Karol Wojtyła, Romano Guardini o la Doctrina Social de la Iglesia descubre núcleos prácticos: la primacía de la dignidad sobre la utilidad; la subsidiariedad que equilibra autonomía y cooperación; y la solidaridad que convierte la competencia en co-opetencia. Con este marco, el directivo entiende que las tensiones “morir-vivir”, “bajar-subir” o “poseer-dar” no son amenazas, sino el “salto en el vacío” que permite alcanzar los objetivos económicos sin traicionar la vocación humana de quienes los ejecutan.

Reconocer y manejar estas tensiones no es un lujo filosófico, sino la palanca que convierte la complejidad humana en ventaja competitiva. Cuando el directivo integra la lógica paradójica en sus procesos, libera a la organización para aprender, innovar y prosperar. Con esto en mente, pasemos ahora a las conclusiones finales.

Conclusiones

La gestión del siglo XXI reclama líderes capaces de leer la realidad completa, con sus aparentes contradicciones. No basta con estrategia, tecnología o metodologías ágiles; es imprescindible una antropología sólida que enseñe a abrazar la paradoja. El hombre, dice Frankl, se descubre cuando se trasciende a sí mismo; lo mismo ocurre con la empresa. Quien integra esta lógica paradójica en su cultura directiva encontrará no solo mejores resultados, sino organizaciones más libres, creativas y sostenibles.

El cambio de lógica en el ámbito empresarial: el futuro pertenece a quienes saben cuidar a sus clientes

Imagen cortesía de Pixabay

Alejandro Fontana, PhD

En el mundo actual —marcado por la inestabilidad política, la debilidad institucional y una creciente desconfianza social— los modelos tradicionales de liderazgo empresarial están siendo profundamente cuestionados. Además, en países emergentes como el Perú, donde las instituciones públicas a menudo carecen de legitimidad y los ciudadanos viven en medio de la incertidumbre, las empresas se han convertido en uno de los pocos actores sociales capaces de generar orden, oportunidades y esperanza. Sin embargo, muchas de ellas siguen operando con modelos de liderazgo desfasados, centrados en la lógica de la conquista: expansión agresiva, dominio de mercados y búsqueda de influencia a cualquier costo. En este contexto, los directores de empresa y miembros del directorio están llamados a replantear el fundamento mismo de su liderazgo. El cambio clave es pasar de conquistar a cuidar, empezando por quien está al centro de todo negocio: el cliente.

Durante décadas, el lenguaje y la estrategia empresarial han estado dominados por metáforas de guerra: se habla de “capturar” cuota de mercado, “vencer” a los competidores y “conquistar” nuevos territorios. El cliente se trata como un objetivo, no como una persona. Pero la lógica de la conquista instrumentaliza las relaciones, reduce a las personas a números y mide el éxito solo en términos de ganancia inmediata. Aunque puede producir buenos resultados financieros en el corto plazo, también ha dejado una estela de desconfianza, desconexión interna y pérdida de sentido.

Cuidar, en cambio, no es señal de debilidad, sino de una inteligencia estratégica superior. Cuidar implica atención, responsabilidad y orientación al largo plazo. Genera confianza; y la confianza construye lealtad: el verdadero fundamento de un valor sostenible. Una empresa que realmente cuida comienza por hacerse preguntas esenciales: ¿Qué necesita profundamente mi cliente? ¿Qué temores tiene? ¿Qué busca lograr? Así, el negocio deja de ser una operación de posicionamiento para convertirse en una respuesta significativa a las aspiraciones humanas.

Desde esta perspectiva, el cliente deja de ser un número o una métrica de éxito. Es una persona con miedos, valores, necesidades y deseos. Verlo así transforma toda la lógica organizacional. Una marca deja de ser un instrumento de manipulación para convertirse en una plataforma de confianza. Los productos dejan de ser simples objetos de consumo para convertirse en soluciones reales. La comunicación deja de ser ruido para convertirse en relación. La empresa deja de extraer valor y comienza a generarlo en comunidad con quienes sirve.

Este cambio de mentalidad debe comenzar desde la Alta Dirección. Los Directorios y los CEOs no son solo responsables financieros; son quienes marcan el ritmo moral y cultural de la organización. Deben liderar esta transformación revisando a fondo el propósito de la empresa: ¿Nuestra misión mejora la vida de las personas o simplemente incrementa nuestra expansión? Las métricas también deben realinearse: la eficiencia sigue siendo importante, pero debe combinarse con indicadores de confianza, satisfacción y fidelidad a largo plazo. Y la cultura debe reflejar estos valores. ¿Premiamos a quienes construyen relaciones duraderas o a quienes maximizan resultados a costa de las personas? ¿Fomentamos el diálogo con nuestros grupos de interés o solo reportamos nuestras acciones a los accionistas? El modo como cuidemos dentro de la empresa —entre líderes y colaboradores, a los proveedores y  entre los equipos— es el que dará forma a la manera como cuidaremos al cliente. Una cultura del cuidado debe estar presente desde la sala de directorio hasta el trato cotidiano en primera línea.

A los clientes del mañana no se les conquistará por campañas llamativas ni por precios agresivos. Entregarán su lealtad a aquellas empresas que los escuchen, los comprendan y actúen en coherencia con su bienestar. El futuro pertenece a quienes saben cuidar: con profundidad, con estrategia y con coherencia. En un tiempo donde la confianza es el capital más valioso, las empresas que sepan cuidar no solo sobrevivirán: serán las que lideren.

El verdadero liderazgo no se mide por cuánto territorio se conquista, sino por cuántas vidas se cuidan y se transforman. En cada cliente hay una persona; y en cada producto, una oportunidad de servir. Los líderes que serán recordados son aquellos que supieron cuidar.

Lo que gana la empresa cuando incorpora el genio femenino al liderazgo

Alejandro Fontana, PhD

Introducción

En el mundo empresarial contemporáneo, marcado por una creciente necesidad de humanizar las organizaciones, integrar visiones diversas y sostener decisiones en valores sólidos, la participación de la mujer no solo puede aportar técnicas, sino muchos valores. Vale la pena detenernos a considerar —con mirada serena y propositiva— qué gana la empresa cuando incorpora a mujeres que han cultivado, a lo largo de su vida personal y comunitaria, las capacidades propias del genio femenino. Capacidades que, cuando se desarrollan en profundidad, transforman el modo de dirigir una organización y elevan su sentido de misión y su modo de relacionarse con las personas.

El enriquecimiento empresarial desde el genio femenino cultivado

La empresa es una comunidad de personas unidas por un propósito, no solo una estructura de producción. Su sostenibilidad y competitividad dependen tanto de la eficacia de sus procesos como de la calidad humana de quienes la integran. En este contexto, la incorporación de mujeres al mundo directivo aporta una riqueza concreta y diferenciadora, especialmente cuando esas mujeres han madurado sus capacidades a través de experiencias vitales profundas: el cuidado familiar, la vida espiritual, el servicio voluntario, y la búsqueda de sentido. Solo así pueden ofrecer lo más propio de su modo de ser persona: una visión integrada, comprometida y relacional del liderazgo.

San Juan Pablo II, en su Carta Apostólica Mulieris Dignitatem, señaló con hondura: “El hombre ha sido confiado a la mujer, y de modo particular en razón de su maternidad” (n. 30). Esta afirmación no se limita a la maternidad biológica, sino que revela una vocación más amplia: la de custodiar, cuidar, hacer crecer. En el ámbito directivo, este llamado se traduce en una forma de liderar que no busca dominar, sino servir; que no se impone, sino que convoca y sostiene. Cuando una mujer accede al liderazgo habiendo cultivado esta dimensión profunda de sí misma, su modo de tomar decisiones se transforma: introduce una mirada más relacional, más ética, más conectada con la dignidad de las personas y con los procesos humanos, más consciente del tiempo que toma madurar a las personas y transformar una cultura organizacional.

Pero estas capacidades no emergen automáticamente por el hecho de ser mujer. No basta con ocupar un cargo para enriquecer la dirección de una empresa: hace falta un trabajo interior, una formación integral, una historia de vínculos significativos. La experiencia de entrega en la familia —no solo como madre, sino como hermana, hija, esposa— forja una inteligencia emocional que permite comprender las dinámicas humanas complejas del mundo laboral. La vida de fe, vivida en diálogo personal con Dios, fortalece la libertad interior y el sentido de responsabilidad. La participación en espacios de voluntariado y servicio, tantas veces ocupados por mujeres, abre el corazón a las necesidades de otros y permite entender el trabajo como una forma de contribuir al bien común.

Desde ahí, la mujer aporta una racionalidad complementaria: capaz de integrar análisis riguroso y empatía, planificación y apertura, eficiencia y sentido. Su capacidad de captar detalles humanos, de advertir tensiones relacionales, de sostener procesos con paciencia y firmeza, transforma la manera en que se gestionan equipos, se comunican las decisiones y se resuelven los conflictos. Su atención a la totalidad de la persona —y no solo a su rendimiento— puede hacer que las organizaciones se conviertan en lugares más humanos, donde las personas no solo producen, sino que crecen.

Además, las mujeres que han madurado estas cualidades suelen resistir mejor la lógica del corto plazo. Tienen una visión de largo aliento, muchas veces forjada en el acompañamiento de procesos familiares o comunitarios que no se miden por resultados inmediatos. En entornos donde el rendimiento trimestral tiende a eclipsar todo lo demás, estas mujeres pueden ser el contrapeso necesario que reoriente a la organización hacia su razón de ser. Cuando dirigen, lo hacen desde la conciencia de que el trabajo no es un fin en sí mismo, sino una vía de servicio, de transformación social y de desarrollo personal. Y esa conciencia, vivida con coherencia, genera confianza, inspira a los equipos y mejora incluso los indicadores que el mercado exige.

Por ello, no se trata de “incluir mujeres” por cumplir cuotas o responder a presiones externas. Se trata de reconocer que, cuando una mujer se incorpora a la dirección empresarial habiendo cultivado la riqueza de su humanidad, la empresa gana en profundidad estratégica, en sostenibilidad relacional, en liderazgo ético. Gana en lo que verdaderamente importa.

Reflexión final

La mujer tiene una forma propia de enriquecer el mundo empresarial, especialmente cuando su liderazgo nace de una vida profundamente vivida, formada en la entrega, la interioridad y la búsqueda del bien. Su ingreso a los espacios de dirección, cuando está precedido por este cultivo interior, no solo mejora los resultados: humaniza la empresa desde dentro. En un mundo que exige eficiencia sin sacrificar el sentido, productividad sin perder la persona, la figura femenina, fiel a sí misma, puede ser —y ya lo es en muchos casos— una respuesta luminosa y necesaria. Hoy, Día de la Madre, es también una ocasión para reconocerlo, celebrarlo, y sobre todo, promoverlo con visión de futuro.

Dormir bien para vivir mejor: unas ideas que te harán repensar tus noches

Alejandro Fontana, PhD

Resumen de la conferencia TED de Matthew Walker

«Sleep is your superpower»

Introducción

Dormir siempre ha sido visto como una necesidad básica, pero pocas veces como una herramienta poderosa para transformar nuestra salud, bienestar y rendimiento. En su charla TED, el neurocientífico Matthew Walker —experto en el sueño y autor del bestseller Why We Sleep— nos ayuda a comprender la realidad de lo que sucede cuando no dormimos lo suficiente. Con un estilo divertido y riguroso, Walker revela datos impactantes sobre cómo la falta de sueño afecta al cuerpo, la mente y hasta nuestro ADN. Este resumen busca compartir los puntos clave de esa charla, buscando aportar unas ideas a los más jóvenes, quienes muchas veces sacrifican horas de sueño por la diverisón o las redes sociales.

Los inconvenientes de las pocas horas de sueño

Walker inicia su charla con un dato desconcertanre: los hombres que duermen solo cinco horas por noche tienen testículos significativamente más pequeños que quienes duermen siete o más. Con humor, pero con datos serios, deja en claro desde el inicio que el sueño no es un lujo, sino una necesidad biológica.

Uno de los puntos más importantes que aborda es el impacto del sueño en el aprendizaje y la memoria. Dormir no solo consolida lo aprendido durante el día, sino que también prepara al cerebro para aprender al día siguiente. Si no dormimos, el «inbox» del cerebro —una región llamada hipocampo— se satura y ya no puede almacenar información nueva. En un experimento con dos grupos (uno con 8 horas de sueño y otro privado de sueño), quienes no durmieron mostraron una reducción del 40% en su capacidad para memorizar. Es como pasar de aprobar con nota alta a desaprobar rotundamente. Esta pérdida de memoria no es solo momentánea: se relaciona también con el deterioro cognitivo en la vejez y con enfermedades como el Alzheimer. El sueño profundo, ese que suele disminuir con la edad, es clave para transferir los recuerdos de la memoria a corto plazo a una de largo plazo.

Pero el cerebro no es el único afectado. Walker dedica gran parte de su charla a mostrar cómo la falta de sueño daña todo el cuerpo. Por ejemplo, dormir poco reduce la producción de células inmunológicas encargadas de eliminar tumores —las llamadas «natural killer cells»— hasta en un 70%. Solo una noche durmiendo 4 horas genera esta caída drástica. Y no es una exageración: los estudios muestran que quienes duermen menos tienen un mayor riesgo de sufrir cáncer, y que incluso la Organización Mundial de la Salud ha clasificado el trabajo nocturno como posible cancerígeno.

La relación entre sueño y enfermedades cardiovasculares también es asombrosa. Con el cambio de hora por el horario de verano, cuando se pierde solo una hora de sueño, los infartos aumentan en un 24% al día siguiente. Y cuando se gana una hora en otoño, los infartos se reducen en un 21%. Esta evidencia no solo es impactante, sino que ilustra cómo el sueño influye directamente en nuestra salud diaria.

Más allá de órganos y sistemas, el sueño afecta incluso nuestro ADN. Un estudio donde se limitó el sueño a 6 horas por una semana mostró que más de 700 genes cambiaron su nivel de expresión. Algunos de los genes afectados están vinculados con el sistema inmunológico (que se deprimió), mientras que otros se activaron y están relacionados con el desarrollo de tumores, inflamación crónica y enfermedades cardiovasculares.

Ante este panorama, Walker plantea una pregunta clave: ¿qué podemos hacer? No recomienda pastillas para dormir, ya que estas no replican el sueño natural. El ofrece dos consejos simples, pero poderosos. El más importante: la regularidad. Acostarse y levantarse siempre a la misma hora —incluso los fines de semana— es esencial para un sueño reparador. Y el segundo: mantener la habitación fresca, idealmente a unos 18 °C. Nuestro cuerpo necesita bajar su temperatura para iniciar y mantener el sueño, y un ambiente fresco lo facilita.

A modo de reflexión

La charla de Matthew Walker es una llamada de atención urgente para todos, especialmente para los jóvenes que tienden a subestimar el sueño en favor de otros hábitos. Su mensaje central es claro y contundente: el sueño no es una pérdida de tiempo ni un lujo para los que no son laboriosos. Es el sistema de soporte vital de nuestro organismo, una herramienta de prevención de enfermedades, mejora del rendimiento y fuente de bienestar.

En un mundo que valora la productividad y la conexión constante, Walker invita a reivindicar nuestro derecho a dormir bien. Dormir es invertir en uno mismo. Si queremos vivir más, pensar mejor, recordar más, enfermarnos menos, envejecer con dignidad y así servir más a los demás, debemos empezar por lo básico: dormir las horas necesarias.

¿El modelo de negocio de las cadenas retail es socialmente responsable?

Un análisis de cómo la concentración de mercado y la búsqueda de mayor rentabilidad afectan a las comunidades locales

Alejandro Fontana, PhD

En los últimos años, investigaciones académicas y reportes especializados han examinado críticamente el impacto de las grandes corporaciones del sector retail —principalmente supermercados y cadenas de farmacias— en las comunidades locales de Estados Unidos y Europa. Este artículo expone algunas de las principales evidencias empíricas, abriendo la reflexión sobre si fenómenos similares podrían estar replicándose en nuestro país.

El impacto en las economías locales: concentración y desplazamiento

Diversos estudios han documentado que la expansión de grandes cadenas ha generado una reducción significativa de pequeños negocios familiares. Artz y Stone (2006) mostraron que la entrada de un Walmart en una localidad redujo en un 17% las ventas de las tiendas de alimentos locales en los dos primeros años​. Por su parte, Jia (2008) estimó que la competencia de Walmart fue responsable de aproximadamente la mitad del declive de pequeños establecimientos minoristas en Estados Unidos entre 1980 y 2000​.

Más allá de los comercios individuales, también se presenta un debilitamiento del tejido social y cultural de las comunidades locales (Blomström y Kokko, 1998; Vandergrift y Loyer, 2015). Y además, los efectos en el tejido económico local también se miden en términos de recaudación fiscal: en algunos condados, la pérdida en impuestos inmobiliarios debido al cierre de comercios se estimó entre USD 350,000 y USD 1’300,000 (Hicks, 2007​).

Si bien las cadenas ofrecen precios competitivos y acceso a una amplia variedad de productos, el fenómeno de concentración de mercado plantea interrogantes sobre los efectos a largo plazo en la diversidad económica y en la sostenibilidad de los ingresos locales.

El acceso a la salud y las cadenas farmacéuticas

En el sector farmacéutico estadounidense, las grandes cadenas también han sido objeto de un escrutinio intenso. CVS Health, Walgreens y Walmart enfrentaron demandas por su rol en la crisis de los opioides. Estas compañías fueron acusadas de haber distribuido cantidades desproporcionadas de analgésicos altamente adictivos, incumpliendo su deber de monitoreo y prevención (Van Zee, 2009).

En 2022, CVS y Walgreens acordaron el pago de más de USD 10,000 millones para resolver litigios relacionados con su participación en esta crisis de salud pública (U.S. Department of Justice, 2022). Walmart, por su parte, también pactó un acuerdo millonario para cerrar procesos judiciales en su contra.

Simultáneamente, investigaciones revelaron que las grandes cadenas farmacéuticas comenzaron a cerrar puntos de venta en barrios de bajos ingresos, creando así “desiertos farmacéuticos” que dificultan el acceso a medicamentos esenciales, especialmente en comunidades vulnerables (Qato et al., 2021).

Estos hechos ponen de relieve cómo, en la búsqueda de optimizar su rentabilidad, algunas corporaciones podrían estar modificando profundamente los patrones de acceso a servicios básicos en zonas populares.

Walmart y el debate sobre la sostenibilidad local

El caso de Walmart, ampliamente estudiado, ofrece un ejemplo ilustrativo. Según Young (2023), si bien Walmart ha generado beneficios como precios bajos y conveniencia, también ha provocado una disminución de empleos en pequeños comercios, caída de salarios en sectores minoristas, e incluso cambios en la estructura tributaria local, afectando la base impositiva de las comunidades anfitrionas​.

El análisis de Matt Young sugiere, que a pesar de ciertos beneficios iniciales, en muchos casos el impacto de Walmart sobre la sostenibilidad económica de las localidades ha sido negativo, especialmente para pequeños negocios que no pueden competir en precios ni en escala​.

Aunque diversos académicos no siempre utilizan explícitamente la etiqueta de «negocios sin responsabilidad social», ellos han insinuado que estos modelos no son éticos o son socialmente irresponsables, debido a su concentración de mercado, su impacto negativo en la equidad social, y su contribución a crisis sociales como la de los opioides (Jia, 2008; Arnold & Narang Luthra, 2000​)

¿Un fenómeno que se replica en nuestro país?

Frente a esta evidencia, cabe preguntarnos: ¿estamos asistiendo en Perú a un fenómeno similar con la expansión de cadenas como OXXO, TAMBO o las principales cadenas farmacéuticas?

Al recorrer distintos distritos de Lima o ciudades del interior, es fácil observar cómo pequeños comercios de barrio —bodegas, farmacias independientes— han visto restringido su espacio frente al crecimiento de estas grandes marcas, muchas veces asociadas a grupos corporativos de alcance nacional o internacional.

La reflexión no pretende emitir un juicio cerrado, sino abrir el debate:

  • ¿Estamos garantizando la diversidad económica y la sostenibilidad de los negocios familiares?
  • ¿Qué efectos puede tener esta concentración en la distribución del ingreso y en el acceso a servicios básicos como medicamentos?
  • ¿Qué responsabilidad social cabe esperar de estas grandes empresas en el contexto peruano?

¿Es ético este modelo de negocio?

Así como en Estados Unidos y Europa se ha puesto en cuestión si los modelos de negocio basados exclusivamente en eficiencia y maximización de ganancias cumplen adecuadamente con su responsabilidad social, ¿podemos hablar de un comportamiento ético en los modelos de negocio que desplazan pequeños emprendimientos, modifican el acceso a servicios básicos y priorizan la rentabilidad sobre el impacto comunitario?

Referencias

Arnold, Stephen J., and Monika Narang Luthra. «Market entry effects of large format retailers: a stakeholder analysis.» International Journal of Retail & Distribution Management 28, no. 4/5 (2000): 139-154.

Artz, G. M., & Stone, K. E. (2006). Analyzing the Impact of Wal-Mart Supercenters on Local Food Store Sales. American Journal of Agricultural Economics, 88(5), 1296–1303.

Blomström, Magnus, and Ari Kokko. «Multinational corporations and spillovers.» Journal of Economic surveys 12, no. 3 (1998): 247-277.

Jia, P. (2008). What Happens When Wal-Mart Comes to Town: An Empirical Analysis of the Discount Retailing Industry. Econometrica, 76(6), 1263–1316.

Hicks, M. J. (2007). The Local Economic Impact of Wal-Mart. Review of Regional Studies, 37(1), 71–88.

Qato, D. M., Daviglus, M. L., Wilder, J., Lee, T., Qato, K., & Lambert, B. (2021). ‘Pharmacy deserts’ are prevalent in Chicago’s minority communities, raising medication access concerns. Health Affairs, 33(11), 1958-1965. https://doi.org/10.1377/hlthaff.2014.1350

U.S. Department of Justice. (2022). DOJ announces opioid settlements with CVS and Walgreens. https://www.justice.gov/opa/pr/doj-announces-opioid-settlements-cvs-and-walgreens

Van Zee, A. (2009). The Promotion and Marketing of OxyContin: Commercial Triumph, Public Health Tragedy. American Journal of Public Health, 99(2), 221-227.

Vandegrift, Donald, and John Loyer. «The effect of Walmart and Target on the tax base: Evidence from New Jersey.» Journal of Regional Science 55, no. 2 (2015): 159-187.

Young, M. (2023). A Multilevel Jurisdictional Analysis of the Impact of Walmart on Host Communities (Doctoral dissertation, University of Kentucky). https://doi.org/10.13023/etd.2023.257