
Alejandro Fontana, PhD
La cercanía de la Navidad nos da una ocasión especialmente propicia para volver a mirar, con calma y sin caricaturas, una dimensión que suele quedar fuera del radar de la Alta Dirección: la vida contemplativa. No me refiero a un refugio intimista ni a una evasión de responsabilidades, sino a una fuente real de claridad interior, libertad y fortaleza para gobernar bien. Anticipo, de modo breve, el sentido de estas reflexiones: cuando un directivo cultiva una relación personal con el Señor, una amistad, aprende a poner a las personas por delante de sus propios intereses, pierde el miedo a lo que no controla, gana criterio para leer las circunstancias y se vuelve más justo y más magnánimo. Y esto repercute en su empresa, en su familia, en la ciudad, y finalmente, en el país.
Sin embargo, el clima cultural dominante nos empuja en la dirección contraria. En los tiempos modernos se ha buscado sacar la idea de trascendencia del ámbito profesional, político y empresarial, como si la fe fuera tolerable solo en lo privado, siempre que no toque el modo de comprender al ser humano y decidir en público. Lo paradójico es que vivimos en una sociedad, que aun cuando se declare secular, respira categorías morales heredadas del cristianismo. Tom Holland lo ha explicado con una imagen muy sugerente: “somos como peces que nadan en aguas cristianas, incluso cuando ya no nos damos cuenta de ello”(1). La dignidad de cada persona, la preocupación por el débil, la sospecha frente al poder cuando humilla, la idea de que lo humano tiene un valor intrínseco, no son “evidencias naturales” que aparezcan espontáneamente: tienen una historia, y esa historia está profundamente marcada por la revolución cristiana (2).
Y, sin embargo, casi todos intentamos explicarnos la realidad y controlar el futuro al margen de la riqueza de conocimiento y ayuda que la doctrina cristiana nos podría brindar. En la empresa esto se traduce en una tentación bien concreta: pensar que el hombre se entiende solo en el horizonte de la vida terrena, como si todo pudiera reducirse a desempeño, incentivos, métricas, reputación y control de riesgos. A esa situación quizás hemos llegado arrastrados por el empeño de unos pocos que no aceptan la realidad de que el ser humano no puede explicarse de modo completo sin trascendencia. Pero también hemos llegado por el silencio de muchos. Ante preguntas incisivas: “¿por qué traer a Dios a la conversación profesional?”, “¿no basta con la ética?”, “¿no es la fe un asunto privado?”, nos quedamos callados, y al callarnos fuimos asumiendo, casi sin notarlo, las posturas que otros imponían.
Ese silencio, conviene decirlo con honestidad, no siempre ha sido falta de convicción. En muchos casos ha sido consecuencia de una comprensión poco adecuada de la Verdad que el cristianismo proclama. Por la formación religiosa que hemos tenido, varios hemos reducido la vida espiritual al cumplimiento de actos externos: ir a Misa los domingos, dar limosna, participar en un voluntariado, llevar regalos en Navidad a niños menos favorecidos. Y, como segunda reducción, hemos identificado “vida espiritual” con una calificación moral: debes preocuparte de ser bueno; y por tanto, no debes robar, ni mentir, ni cometer actos impuros. Todo eso es importante, pero si se convierte en el núcleo, deja fuera lo más valioso del cristianismo: la construcción de la amistad con Nuestro Señor Jesucristo.
Aquí se juega un punto decisivo para el directivo. La amistad con Cristo no es un añadido piadoso; se ajusta de modo mucho más profundo a la condición del ser humano, que es un ser relacional. No se puede explicar una persona humana sola, porque su naturaleza exige comunicabilidad, exige siempre un tú. Y hay circunstancias humanas —algunas muy frecuentes en la vida de un directivo— en las que la única comunicación realmente posible es la que la persona puede tener con su Creador. En esas circunstancias no entra nadie: no entra el directorio, no entra el equipo, no entra el mentor, no entra la familia. Y si en ese punto la persona no ha cultivado una relación personal con Dios, allí se quedará sola, no solo en el plano afectivo, sino en el plano más crítico: el de la verdad sobre sí misma y sobre lo que debe hacer.
Por eso, la vida contemplativa no es otra cosa que cultivar esa amistad con el Creador, partiendo de dos realidades que el Cristianismo enseña, y que bien entendidas, vuelven todo sorprendentemente sencillo: que Él quiere tener esa relación conmigo; y que Él es Quien más me quiere. Cuando estas verdades se vuelven reales en uno —no ideas, sino una experiencia espiritual buscada con perseverancia— la amistad deja de ser un ideal para “gente especial”, y se vuelve un camino asequible para cualquier directivo que quiera vivir con unidad interior. Guardini, en otro registro, describe esta necesidad de contrapeso interior: la vida tiende a dispersarse hacia fuera y necesita una dirección hacia dentro, como la respiración que tiene dos movimientos indispensables (3). En el lenguaje de nuestra época: sin interioridad, la agenda manda; y cuando la agenda manda, la persona se vuelve reactiva, calculadora, y en el fondo, frágil.
Cuando un directivo de empresa empieza a desarrollar esta amistad con el Señor, aprende a colocar a los demás: clientes, colaboradores, proveedores, vecinos por delante de sus propios intereses. No porque “convenga”, sino porque descubre un orden más verdadero. Además, empieza a leer mejor las circunstancias: no solo las variables financieras o competitivas, sino las humanas, que son las que suelen decidir la salud real de una organización. Y acude a su gran Amigo para pedirle consejo y para aguantar los momentos difíciles.
Un directivo que vive así se vuelve más consciente de una realidad que la técnica, por sí sola, no logra domesticar: nunca tenemos el control de todas las variables. Y, sin embargo, en ocasiones nos sentimos seguros, porque las pocas variables que alcanzamos a ver parecen estar bajo control: ¡Qué ingenuos somos!… La vida contemplativa introduce humildad intelectual y humildad operativa: enseña a decidir sin idolatrar la propia capacidad de predicción; a perseverar sin caer en ansiedad; a rectificar sin perder dignidad.
Con el tiempo, su capacidad de preocuparse por los demás sigue creciendo; y crece también su iniciativa. Emprende nuevas acciones buscando el bien común de las personas de su empresa, y luego de su ciudad, y luego de su país. Y se vuelve más justo, sí; pero no se queda allí: aspira a ser más magnánimo. La justicia asegura lo debido; la magnanimidad abre posibilidades donde antes solo había “política” y “cálculo”. Un empresario que ya vive esta realidad me dijo en una ocasión: “al final del año, lo primero que hago es revisar la cuenta de resultados para ver si puedo aumentar la remuneración de mis colaboradores”. La frase es sencilla, pero retrata un cambio de centro: el resultado no como trofeo, sino como medio para servir a personas concretas.
Si nos damos cuenta, todos en nuestra sociedad nos beneficiaríamos mucho si nuestros directivos de empresa comienzan a tener una vida contemplativa. Quizás nos falta hacer un poco más de difusión de esta realidad, con un lenguaje adulto, sin reducciones y sin complejos. Este tiempo de Navidad, ojalá sea ocasión para reflexionar en ello y para iniciar, cada uno donde está, una revolución auténtica: la de la interioridad que se vuelve servicio; la de la fe que se vuelve criterio; y la de la amistad con Cristo que se vuelve liderazgo.
¡Muy Feliz Navidad!
Referencias
(1) Entrevista a Tom Holland, “We swim in Christian waters”, Church Times (27 de septiembre de 2019).
(2) Tom Holland en Dominion (2019).
(3) Romano Guardini, reflexión sobre la necesidad de contrapeso interior (“composure”) en Meditations Before Mass (traducción en guardini.wordpress.com).








