
Alejandro Fontana, PhD
Entender lo que es una empresa es algo que nos cuesta. Para muchos de nosotros, es solo un conjunto de personas vinculadas por uno o varios contratos. Es decir, una relación externa a uno mismo que se establece, porque se ofrece un tiempo, una fuerza laboral, el cumplimiento de unas actividades o unas tareas, y que a cambio, se recibe una remuneración, un reconocimiento y la posibilidad de continuar ofreciendo esos servicios.
Como consecuencia, esta visión lleva a que cada uno sienta que lo propio frente a la empresa es velar por sus intereses personales; que tiene la obligación de defenderlos contra lo que considera que puede ser un atentado contra ellos -real o solo imaginario. Pero esta visión de la empresa como relación contractual no lleva sino a generar un ánimo -al menos potencial-, de enfrentamiento con la dirección.
Cuando pensamos de este modo, nos olvidamos que las empresas son organizaciones formadas por personas humanas. Las personas somos sujetos de relaciones, es decir, seres capaces de relacionarse con otras personas. Quizás la imagen que mejor nos ayude a comprender lo que esto significa sea la consideración de que el ser personal es autónomo, pero que, al mismo tiempo, es un ser volcado hacia fuera de sí. Esta autonomía se da de modo más pleno en la capacidad de gobernar su interioridad: la capacidad de movimiento no viene determinada por el entorno, o dicho de otro modo, su interioridad no está gobernada por las reacciones, incluso emocionales, que el entorno provoca en sí. Por ejemplo, todos nuestros instintos: la conservación de la vida o de la especie son instintos débiles, a diferencia de lo que sucede en los animales. Si no fuera así, nos sería imposible seguir una dieta de adelgazamiento…
Pero la persona, no se queda en el gobierno de su interioridad: ser personal es también salir de sí. Por eso, aunque nuestra imaginación lo pueda representar (también representamos caballos con alas o dragones que botan fuego por la boca) una persona sola es antinatural. Por eso, Joseph Ratzinger dice que lo peor para el ser personal es la soledad, a tal punto, que él define el infierno como la absoluta soledad: el lugar donde la persona está tan sola, que ni siquiera puede relacionarse con su Creador, habiendo sido creada para esta relación. En esta perspectiva, si quisiéramos utilizar dos verbos para definir esta cualidad ontológica del ser personal, pensaríamos en el dar y el aceptar: aceptar al otro y dar de sí lo que es propio: lo que ha construido la propia interioridad.
Bajo estas consideraciones ontológicas de la persona humana, pienso que la visión contractual con la que algunos entienden a la empresa es una visión muy limitada, porque no asume ni el enriquecimiento en autonomía de la interioridad que supone la participación en un sistema de vida más perfecto: la colaboración entre personas; y la realización personal que implica la posibilidad de construir algo complejo -que solo puede hacerse por la colaboración con otros-, y que podrá ofrecerse a terceros: “nosotros construimos este puente”; “creamos la mayonesa que daba en el gusto de todos los peruanos”; “estuvimos en las negociaciones y redactamos los términos de la paz con Ecuador”.
Como las empresas son organizaciones humanas, les ocurre lo mismo que a una persona en singular: sus acciones tienen siempre tres tipos de resultados: uno externo o material; uno segundo, interno -en la interioridad-; y uno tercero, en la capacidad de servir -el dar y aceptar de la persona humana. Por eso, la relación entre una persona y la empresa no puede reducirse a un nivel contractual: al intercambio de bienes externos. Si se hace esto, los distintos miembros de la organización pierden de vista el enriquecimiento que pueden alcanzar cuando trabajan en la empresa: lo que este trabajo está generando en ellos mismos; y de otro lado, la realización que alcanza su ser personal cuando sale de sí para ofrecer algo más valioso, porque es más complejo, a otras personas.
Esto es lo que explica que en los últimos años se hable del propósito de las empresas, y se exponga que una empresa debe aportar -sin dejar de atender a sus accionistas- al país donde se ubica, a la comunidad donde opera, a sus clientes, a sus proveedores y a sus colaboradores. Al ser una organización humana, lo propio de una empresa es que salga de sí, y que sirva realmente.
Tanto la dirección como los colaboradores de la empresa han de ser conscientes de estas tres dimensiones de la empresa. Por eso, más que enfocarse en los intereses personales, deben enfocarse en los bienes comunes, y hacer la lectura de la realidad bajo este triple impacto: lo externo, lo que desarrollo internamente y enriquece también a la empresa; y lo que aporto con los demás de la empresa a terceros. Y saber, que no hay pertenencia a la empresa, si faltan los dos últimos.