
Alejandro Fontana, PhD
En el proceso de conocerse a sí mismo, un ejercicio conveniente es tomar distancia de nuestras acciones, y analizarlas así, en un momento de calma y reflexión, desde una perspectiva más objetiva. De cerca, todas nuestras acciones nos parecen normales. Pienso que en esto sufrimos el efecto de acostumbramiento a las rutinas que poseemos los seres humanos. Es decir, nuestros actos no nos llaman la atención, porque realmente hacemos pocas cosas distintas: distintas más allá de un cierto rango.
Ahora bien, esta misma realidad, puede servirnos para conocer mejor cómo somos. Pongo un ejemplo, para ser más explícito. Supongamos que un día hacemos algo en beneficio de alguien: le dejamos el carro a un hermano que está apurado; nos quedamos en la casa para cuidarla y no salimos como lo habíamos planeado; visitamos a un amigo en la clínica, porque lo han operado recientemente; o ayudamos a un compañero de trabajo que estaba atorado de tareas, asumiendo un par de ellas. Si después de hacer alguna de estas acciones caemos en la cuenta que ese día hemos hecho algo bueno… entonces, podemos concluir lo siguiente: pocas veces en nuestra jornada hacemos ese tipo de acciones buenas.
Y esto, por qué: por la sencilla razón que estamos tan acostumbrados a actuar de un modo, que al actuar de modo diferente a lo habitual, eso resalta en nuestra jornada, y simplemente, nos llama la atención. Y a partir de allí, podamos empezar a conocer cómo somos…
En un artículo sobre la contratación de personal basada en el nivel de inteligencia emocional (EI), de Christina Bielaszkava-DuVernay, de Harvard Management, y publicado el 2008, esta autora sugería que para contratar personas con un elevado nivel de EI, en las entrevistas de selección se debían incorporar tres criterios:
1. El conocimiento de sí mismo y la capacidad de autocontrol que tenía el candidato.
2. La capacidad de lectura sobre las demás personas que tuviese el candidato y el reconocimiento del impacto de su comportamiento personal en ellos.
3. La habilidad de reconocer y aprender de sus propios errores.
Por lo tanto, puesto que estamos intentando conocernos mejor a nosotros mismos, pienso que sería muy útil aplicarnos estos mismos criterios a nosotros mismos. Puede ser un modo muy sencillo de conocer el nivel de EI que poseemos.
El conocimiento de uno mismo brota de la aplicación del sentido crítico a uno mismo. En una ocasión, el Papa Benedicto XVI comentó que pertenecemos a una generación que es muy crítica, pero que nunca aplica esa crítica a sí misma. Ahora bien, el autoconocimiento no tendría ningún sentido si no se desarrolla también el autocontrol. Esto implica la capacidad de sujetar las reacciones emocionales espontáneas. Y es que ser espontáneo no es ser libre, si no más bien, estar sujeto a las alteraciones emocionales internas. Por ejemplo, conviene que conozcamos las circunstancias en las que nos alteramos internamente, y que definamos, de antemano, cómo vamos a reaccionar en esas circunstancias. También convendrá que nos propongamos algunas negativas personales a gustos y confort. Por ejemplo, que nos quejemos menos del calor, que nos atrevamos a comer las “pasas” que trae el panetón o el keke; que cada mañana ordenemos la habitación antes de salir de casa.
La capacidad de lectura sobre los demás, y de modo especial, el reconocimiento del impacto que pueden tener nuestras acciones en ellos es algo que también puede cultivarse. Un hombre santo aconsejaba a las personas que tenía a su alrededor el desarrollo de un “prejuicio psicológico de pensar en los demás”. Hay una anécdota que sucedió en Bélgica que refleja bien este modo de actuar. Una chica solía ir en carro a su oficina, pero aunque llegaba temprano, nunca se estacionaba cerca al ingreso de los ascensores, y siempre dejaba esos espacios libres. En una ocasión le preguntaron por qué actuaba así, y sencillamente respondió lo siguiente:
como llego temprano, dejo el carro alejado de la puerta. Yo no tengo inconveniente en caminar un poco más; a fin de cuentas, tengo tiempo. Sin embargo, la persona que llegue con poco tiempo, si los espacios cerca al ingreso a los ascensores están ocupados, va a tener que estacionarse lejos, y muy probablemente, eso haga que llegue tarde a la oficina. En cambio, si los espacios cerca al ingreso de los ascensores están libres, podrá estacionarse allí, y eso quizás contribuya a que aún pueda llegar a tiempo.
Cuando en la empresa se comete un error, es fácil que busquemos al responsable de este y que le reprochemos el descuido. Rara vez, sin embargo, nos echamos la culpa a nosotros mismos y asumimos las consecuencias del error: el re-trabajo de la actividad, las gestiones que deben hacerse para resolver los inconvenientes, etc. Nuestra naturaleza suele esquivar las responsabilidades y tener un sentido crítico con los demás, pero no con uno mismo.
Los errores, sean personales o de otro del nuestro equipo, siempre nos humillan: fallamos en nuestras expectativas ante los demás y ante nosotros mismos. Pero, en lugar de quejarnos, conviene aprovecharlos, porque la humildad es una virtud que crece -esencialmente- con las humillaciones. De modo que conviene no esquivar -al menos- la humillación que uno mismo siente internamente al haber fallado, y considerar el error como una ocasión de aprendizaje. Hace una semana veíamos en un taller de innovación que en el proceso de innovación nunca hay fracasos; lo que existe son resultados esperados y resultados no esperados. Por lo tanto, siempre una ocasión de seguir adelante.
Con esta reflexión, pienso que al menos tenemos una plantilla para verificar nuestro nivel de EI. Quizás hoy, nosotros mismos no nos aprobemos en la prueba; pero eso no impide que podamos plantearnos empezar a dar unos pasos concretos para ir mejorando nuestro nivel de EI. Si así lo hacemos, que sepamos que ya habremos avanzado un buen trecho…