El “arte perdido” de las familias numerosas

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Alejandro Fontana, PhD

Domingo último, en una parroquia de Lima, al terminar la Misa, un pequeño grupo de señoras comentaba entre ellas. El tema no era la homilía ni la lectura del Evangelio, sino dos familias que habían llamado poderosamente su atención: una con siete niños pequeños y otra con cuatro. “Yo no entiendo cómo pueden tener tantos hijos”, decía una; otra asentía con un gesto entre la admiración y la incredulidad. Para ellas, que una familia tenga siete hijos, o incluso cuatro, resulta casi incomprensible, algo que se sale de lo “normal”.

La escena es aparentemente banal, pero revela un cambio profundo: en buena parte de las ciudades del mundo, una familia numerosa se ha convertido en una rareza, casi en un “caso límite” que provoca comentarios. Esa extrañeza no es casual; está ligada a una transformación demográfica global de la que habla el especialista en demografía  Nicholas Eberstadt en su artículo “The Age of Depopulation” y en la entrevista con Peter Robinson: por primera vez desde la Peste Negra del siglo XIV, la humanidad entra en una era de despoblamiento.

Mientras algunos siguen repitiendo que el problema del planeta es la sobrepoblación, los datos muestran otra cosa: caídas históricas de la fecundidad en Francia, en Europa en su conjunto, en países de Asia oriental como China, Japón, Corea del Sur y Taiwán, y una tendencia que se extiende silenciosamente por casi todo el globo. El reto que se abre ante la humanidad ya no es cómo gestionar un crecimiento explosivo de la población, sino cómo vivir en un mundo que se hace más viejo, con menos niños, y qué significa eso para las familias y para las relaciones humanas.

Del miedo a la sobrepoblación al reto del despoblamiento

Eberstadt recuerda que desde el siglo XIV hasta hoy, la población mundial se multiplicó aproximadamente por veinte. Durante siglos, la regla fue simple: los seres humanos tendían a tener más hijos que el número de personas que morían, y eso producía un crecimiento gradual, incluso exponencial, de la población. En los años 60, Paul Ehrlich, con su famoso libro The Population Bomb, sintetizó el miedo de toda una generación: el temor a que la población creciera tanto que el planeta no pudiera sostenerla.

Sin embargo, hoy nos encontramos ante un fenómeno inverso. La salud global está en su mejor momento histórico, la esperanza de vida ha aumentado en casi todos los países, y, sin embargo, las tasas de natalidad se hunden por debajo del nivel de reemplazo:  2.1 hijos por mujer.

Eberstadt aporta algunos datos particularmente elocuentes:

En Asia oriental: China, Japón, Corea del Sur y Taiwán, la fecundidad media está aproximadamente un 50 % por debajo del nivel de reemplazo. En conjunto, la región se acerca a un hijo por mujer a lo largo de la vida, y en algunos lugares ya se está por debajo de ese nivel. Si nada cambia, cada nueva generación será, en promedio, casi la mitad de numerosa que la anterior.

En Europa, la situación también es crítica. La Unión Europea pasó de registrar unos 6.8 millones de nacimientos en 1964 a menos de 3.7 millones en 2023. Rusia, desde la caída de la Unión Soviética, ha tenido unos 17 millones más de muertes que nacimientos. Francia, tradicionalmente uno de los países europeos con natalidad más alta, tuvo el año pasado menos nacimientos que en 1806, cuando Napoleón aún ganaba batallas.

El fenómeno se extiende por América Latina, por el norte de África y por el Medio Oriente: países como Irán o Turquía llevan años con tasas por debajo del reemplazo.

Sólo África subsahariana, y de manera parcial, los Estados Unidos, gracias también a la inmigración, constituyen excepciones significativas. Pero incluso en África, las tasas de fertilidad descienden con rapidez. La humanidad, en casi todos los continentes, se ha puesto en marcha hacia un escenario de despoblamiento, aunque muchos sigan hablando, casi por inercia ideológica, de “sobrepoblación”.

El “arte perdido” de las familias numerosas y el peso del contexto

Volvamos a la escena de la parroquia limeña. Lo que para las señoras era incomprensible: una familia con siete hijos, otra con cuatro, hace apenas unas décadas era perfectamente normal en muchos barrios del Perú y del mundo. ¿Qué ha cambiado?

Eberstadt sugiere que estamos ante algo parecido a un “arte perdido”. En la entrevista, explica que, cuando en una sociedad desaparece la experiencia cotidiana de las familias numerosas, se pierde también la “sabiduría práctica” y la cultura que hace posible vivir en ellas. Es como el latín: mientras fue una lengua viva, se transmitía; una vez que dejó de hablarse, conservarlo exigió un esfuerzo extraordinario. Del mismo modo, cuando casi nadie tiene muchos hijos, la idea misma de una familia grande se vuelve extraña, incluso impracticable.

Aquí entra en juego la intuición de René Girard sobre la imitación social (la mimesis). Para Girard, los deseos no nacen en el vacío: deseamos lo que otros desean, imitamos los modelos que tenemos delante. Si los referentes cercanos: vecinos, amigos, colegas consideran que lo “normal” es tener uno o dos hijos, esa norma tácita se impone; si, en cambio, se vive en un contexto donde cuatro o cinco hijos son habituales, esa será la referencia.

Eberstadt cita el caso de Israel: incluso los judíos laicos en Israel tienen tasas de fecundidad claramente por encima del reemplazo, mientras que los judíos seculares en Estados Unidos están muy por debajo. En Israel, un padre con cinco hijos cuenta que sus vecinos tienen seis, siete, y que muchas mujeres comentan entre ellas: “cuatro es el nuevo dos”. Es decir, la “norma cultural” del entorno sostiene el deseo y la decisión de tener más hijos.

En la parroquia limeña de la anécdota sucede lo contrario: el entorno urbano y de clase media ha naturalizado la familia pequeña hasta el punto de que siete hijos son vistos casi como un exceso incomprensible. Se ha perdido, o se está perdiendo, el arte de vivir en familia numerosa, y con él el lenguaje simbólico, la paciencia y las virtudes que lo sustentan.

Lo que priorizan las sociedades ricas y el impacto en la natalidad

¿Por qué ocurre esto, sobre todo en sociedades ricas o en sectores con más educación? Eberstadt recoge una idea ya apuntada por Gary Becker: cuando aumenta la renta y el nivel educativo, no sólo se dispone de más recursos, también cambian los gustos y las prioridades. En los países ricos, explica, las personas tienden a valorar por encima de todo:

a) La autonomía personal.

b) La auto-realización individual.

c) La comodidad y la gestión flexible del propio tiempo.

Los hijos, con sus muchas alegrías, son, sin embargo, “inconvenientes por excelencia”: demandan tiempo, sacrificios, renuncias a otros proyectos personales, y su cuidado se extiende durante décadas. Además, en las clases medias y altas, tener un hijo suele ir asociado a un “paquete” de expectativas: buena educación, universidad, quizá estudios de posgrado, experiencias formativas costosas, etc. Cada hijo es un “proyecto intensivo” que parece incompatible con tener muchos.

Eberstadt subraya que el mejor predictor de la fecundidad de un país no es tanto su nivel de ingresos, sino el número de hijos que las mujeres dicen que quieren tener. Y en muchas sociedades acomodadas esa cifra se ha desplomado. No es que la biología haya cambiado, sino el imaginario de lo que se considera una vida buena.

Aquí se percibe también una caída de valores en sentido profundo, no como juicio moralista, sino como cambio de orientación vital: se ha pasado de una vida que se pensaba en clave de don, misión, pertenencia, trascendencia y familia, a una vida entendida como proyecto individual de auto-optimización, centrado en el yo. Si el ideal es estar siempre disponible para uno mismo: para viajar, cambiar de trabajo, reinventarse, los hijos se perciben como un obstáculo estructural.

“La humanidad está muriendo”

El empresario Elon Musk ha resumido el problema con una frase provocadora: “la humanidad está muriendo”, aludiendo a la caída global de los nacimientos. Eberstadt matiza: desde el punto de vista material, la humanidad puede decrecer numéricamente durante mucho tiempo y seguir contando con “miles de millones” de personas en el planeta; además, nuestra capacidad de adaptación tecnológica es enorme y hace probable que sigan mejorando los niveles de vida.

Sin embargo, el problema central no es sólo cuantitativo. Eberstadt subraya algo inquietante: nunca ha habido tanta gente viva al mismo tiempo como hoy, y rara vez ha habido tanta soledad. Hemos encontrado fórmulas para la abundancia material, pero no para el sentido de la vida. El “desplome” de los nacimientos refleja una reorganización de valores que, en muchos casos, sustituye antiguos valores más exigentes y fecundos por otros más cómodos pero vacíos.

En términos familiares y relacionales, el despoblamiento implica:

a) Menos hermanos, primos, tíos, abuelos rodeando a los niños.

b) Redes familiares más pequeñas y frágiles.

c) Menos experiencias cotidianas de cuidado mutuo, sacrificio y cooperación.

d) Más personas mayores sin descendencia o con un solo hijo, más expuestas a la soledad.

En una sociedad de familias reducidas y envejecidas, muchas relaciones humanas se vuelven más frágiles y contractuales. Se rompe la experiencia tan formativa de crecer rodeado de otros con quienes hay que aprender a compartir, perdonar, negociar, sostener, servir.

Vista así, la frase “la humanidad está muriendo” tiene también una dimensión espiritual: se están debilitando las fuentes de sentido y de vínculo que han hecho posible la transmisión de la vida y de la cultura. Las señoras de la parroquia no sólo se extrañan de una cifra: siete hijos, sino de un modo de vivir que ya no comprenden.

Conclusiones

La escena de una parroquia en Lima y los datos de Eberstadt apuntan en la misma dirección: en buena parte del mundo no estamos ante una explosión demográfica incontrolable, sino ante un despoblamiento real que avanza silenciosamente. En Europa, en Asia oriental, en muchos países de renta media, las tasas de fecundidad se sitúan muy por debajo de lo necesario para el reemplazo generacional. Las familias numerosas se vuelven excepción, y esa excepción se vive como algo extraño.

La causa no es sólo económica ni biológica. Es, sobre todo, cultural y espiritual. A fuerza de imitar modelos de vida centrados en la autonomía, la auto-realización y la comodidad, lo que René Girard explicaría como la lógica de la imitación social, muchas sociedades han dejado de ver los hijos como un bien deseable y se han vuelto incapaces de sostener el “arte” de las familias grandes. Se ha roto la cadena de transmisión de un modo de vivir que implicaba renuncia, pero también una riqueza humana y afectiva difícil de sustituir.

La experiencia histórica sugiere que las políticas públicas de incentivo económico: bonos por nacimiento, desgravaciones fiscales, etc. no bastan para revertir esta tendencia: son caras y generan sólo pequeños repuntes temporales. El problema es más profundo: tiene que ver con qué entendemos por una vida lograda.

Si la humanidad quiere afrontar el reto del despoblamiento sin perder su humanidad, necesita algo más que ajustes técnicos. Necesita un resurgimiento del sentido de la vida y de los valores: recuperar la idea de que la vida no se agota en el propio proyecto individual, que amar y ser amado exige salir de uno mismo, que la familia es un lugar de crecimiento y de plenitud, no sólo de carga.

Cuando una cultura vuelve a descubrir que la vida es un don, que merece ser compartido, los hijos dejan de ser un problema a gestionar y se convierten de nuevo en una respuesta concreta a la esperanza. Solo en ese marco, no sólo económico, sino de sentido, podrá renacer una apertura a más niños y a una vida familiar más rica, incluso si las cifras demográficas no vuelven a los niveles del pasado.

Quizá, dentro de unos años, en esa misma parroquia de Lima, ya no cause tanta extrañeza ver una familia con siete hijos o con cuatro. No porque vuelva a imponerse una consigna de “tener muchos hijos” desde fuera, sino porque haya ido cambiando, lentamente, el horizonte de valores y de deseos que hoy hace imposible, o incomprensible, lo que durante siglos fue una expresión normal de una vida confiada y abierta al futuro.

Publicado por Alejandro Fontana

Profesor universitario, PhD en Planificación y Desarrollo,

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