La gran revolución social: comprender la dimensión personal del hombre

Alejandro Fontana, PhD

Desde antiguo, el hombre ha buscado su perfeccionamiento. Es decir, ha sido consciente de que él mismo es un ser de aprendizajes. Se dio cuenta que era capaz de pasar de un estado inicial a uno superior o inferior según las decisiones o acciones que desarrollaba: si repetía unos ejercicios físicos, percibía que crecía en fuerza física; si practicaba más con el arco y la flecha el tiro al blanco, que podía cazar con más facilidad; que si repetía un conjunto de frases varias veces, luego podía recitarlas sin tener que mirar el documento escrito.

Es decir, rápidamente se dio cuenta que la repetición jugaba un papel importante en el perfeccionamiento de sus cualidades. Y como su existencia estaba muy vinculada con el entorno físico, empezó a darle más valor a la repetición de acciones que lo hacían físicamente más perfecto: más fuerte, más veloz o más ágil. En este contexto, no es difícil imaginar que los hombres primitivos dieran tanta importancia al desarrollo de las capacidades físicas, y que, aun, centraran en ellas el ideal de la perfección.

Pero el progreso que el hombre también comenzó a desarrollar sobre el entendimiento de la naturaleza cambió sustancialmente este enfoque. Entendió, por ejemplo, que utilizando un instrumento largo y contando con un punto de apoyo podía mover grandes pesos; y que no requería desarrollar una gran musculatura para mover esos bloques; o que enrollando una cuerda con varias vueltas a un poste cilíndrico, podía sujetar un barco al muelle. El hombre, entonces, aprendió que conocer las causas de los fenómenos era mucho más útil que desarrollarse físicamente.

Y entonces, cambió el centro de atención de lo que debía cultivar en su propio ser. Este es el momento cuando el hombre descubre que su supervivencia viene facilitada más por el desarrollo de su inteligencia y voluntad que por el desarrollo físico. Es un momento de un gran descubrimiento, porque comprende que la especie humana difiere sustancialmente del resto de las especies de la naturaleza: mientras todos ellos deben aprender a adaptarse al ambiente; el hombre, no. El hombre no se adapta al ambiente, si no que es capaz de adaptar el ambiente, de modo que puede sobrevivir en él. Y esto se da, porque es capaz de aprender las causas que dominan la naturaleza.

Llegados a este punto de la evolución del aprendizaje humano, me parece muy pertinente hacer notar una realidad que puede pasarnos desapercibida, pero que Fernando Sellés, advierte muy oportunamente: la inteligencia humana no tendría sentido en un mundo que no fuese regido por unas leyes. Es decir, existe una complementariedad entre la naturaleza del universo y la capacidad de entender las causas de la inteligencia humana, a tal punto que si la naturaleza no fuera racional, no tendría sentido esta capacidad humana. De nada le serviría al hombre su racionalidad si el mundo fuese caótico.  

Con todo esto, se entiende que la sabiduría fuese el gran ideal de la cultura helenística. Y podríamos decir que hasta allí llegó la humanidad por su cuenta. Sin embargo, la gran revolución social se presenta recién cuando al hombre se le explica que además de ser un ser vivo y racional, es un ser personal.

El concepto de persona tiene su origen en la reflexión teológica cristiana, no en el mundo filosófico griego. Fue un concepto que debió crearse para explicar -de algún modo- la extraña proposición y novedad del cristianismo: en Un Solo Dios hay Tres. Una unidad, que por ser la divina, tiene que reclamar la absoluta identificación. Y entonces, se entendió que esta unidad de tres solo podía darse si dentro de esa unidad se presentaban solo relaciones. Y así se habló, de Un solo Dios y Tres personas, tres relaciones: Padre, Hijo y el Amor entre Ellos: Espíritu Santo.

Por eso, el concepto clásico de persona hace referencia a la relación. Como Carlos Llanos señala, es “el modo propio e irrepetible de relacionarse con los demás”. Y él mismo agrega: “el clásico y venerable concepto de persona no entraña ningún factor de egoísmo, oposición, preponderancia o clausura”.

En consecuencia, la gran revolución social ha tenido su inicio en este cambio de concepción del ser humano. Más que pensar en el desarrollo de sus habilidades físicas o de un entendimiento cada vez más profundo de las causas de la naturaleza, la cuestión de fondo es haber entendido que ambos tipos de desarrollo -muy necesarios- deben orientarse para salir de sí mismo. Que no se trata de una perfección humana sin referencia a los demás, sino que estos crecimientos: física e intelectual han de orientarse para servir a otros. Dicho de otro modo, la vida humana -en su plenitud- responde a un propósito externo a uno mismo, que le da sentido.

Antes de terminar pretendería que saquemos algún propósito práctico. En los últimos años, nuestra sociedad le ha dado mucha importancia al desarrollo de las capacidades físicas: gimnasios, competencias deportivas, estrellas del deporte, mayor actividad deportiva. Ha ocurrido algo semejante con la promoción de actividades intelectuales: mejorar el acceso a la educación, estudios de posgrado, gestión del conocimiento en las empresas. Pienso que paralelamente a esto pienso deberíamos promover -y quizás con mucho más empuje- aquellas actividades que nos ayuden a crecer en nuestra capacidad de servicio a los demás: religiosidad, retiros espirituales, voluntariado, visitas a enfermos y a hospicios, visitas a familiares ancianos, donaciones, participación en actividades vecinales, etc. Robert Putnam encontró en uno de sus estudios una correlación significativa: los países con más desarrollo económico son aquellos países donde sus ciudadanos realizan más actividades de voluntariado.   

La gran revolución social no pasa por quitarle a unos sus bienes para dárselos a otros; consiste más bien, en que uno mismo salga de sí, y que con su testimonio de vida, contagie a otros de este bien propiamente humano.  

Publicado por Alejandro Fontana

Profesor universitario, PhD en Planificación y Desarrollo,

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