Alejandro Fontana, PhD

Si en la primera parte de este artículo revisamos la afectividad como una fuente de conocimiento sensible, en esta parte la revisaremos, más bien, en su otra componente de motor de la acción humana.
La persona humana tiene dos motores para actuar. De un lado, la afectividad, y de otro, la voluntad. El primero de ellos, la afectividad, es un motor que responde al conocimiento captado por las facultades sensibles: nuestros sentidos internos y externos; en el segundo, la voluntad, la acción responde al conocimiento captado por la inteligencia. Este conocimiento es más amplio y exige una calidad mayor al bien.
Por este motivo, se dice que el movimiento propio de la voluntad es más perfecto, más proporcionado -o racional-, que es lo mismo. La inteligencia es capaz de valorar aspectos que los sentidos no son capaces de apreciar. Por ejemplo, las facultades sensibles nos pueden llevar a pensar que la secretaria que ingresa a nuestra oficina mientras estamos trabajando concentrados en el análisis de un reporte, interrumpe nuestra concentración; y que eso justifica una reacción violenta. Esa reacción es producto de la lectura que hacen nuestros sentidos internos.
Sin embargo, esta lectura deja de ver otras realidades que son mucho más importantes, y que una inteligencia prudente, sí es capaz de captar: por ejemplo, que ha ingresado a la oficina una persona humana que es única, irrepetible e insustituible, y por tanto, nuestra atención se debe a ella por encima de cualquier otra realidad; que esa persona, como tal, tiene un criterio, y que no nos molestaría si el tema no fuera realmente importante; o que la cuestión puede ser tan significativa para la actividad de la organización, que si no se nos pide una decisión en ese momento, los procesos se paralizan. Todos estos criterios no los entienden las facultades sensibles, porque ellas solo se centran en su mundo. Por tanto, su lectura es, y siempre será, parcial.
En ocasiones, este tipo de situaciones producen los conocidos conflictos de interés. Los afectos desean conducir la actitud hacia una dirección opuesta a la que la inteligencia empuja. Para resolver adecuadamente estos conflictos de interés conviene reconocer algunas características de la afectividad como motor de acción. Esto es lo que trato de recoger en este artículo.
En primer lugar, la afectividad siempre es un movimiento reactivo. Es la respuesta de nuestras facultades sensibles ante un estímulo. Lo opuesto a esto es un movimiento autónomo. Lo que la afectividad produce no es algo que yo quiero, sino una reacción espontánea de mis sentidos. Si por ejemplo, ingresamos a una habitación que tiene un olor muy desagradable, el movimiento espontáneo es dejar de respirar y salir de allí cuanto antes.
En contraposición, cuando la voluntad actúa, el movimiento se hace autónomo: ya no es una reacción, hay una decisión consciente, libre y propia. Soy yo quien ha decidido hacer eso, y por tanto, el acto es totalmente mío. Esto no quita responsabilidad a las acciones que hacemos empujados por nuestra afectividad, porque ellos también implican cierto movimiento de la voluntad. Como seres racionales, estamos obligados a evaluarlos previamente por la razón. Esta omisión no se la puede permitir el ser racional, aunque no cabe duda, que la responsabilidad será menor en la medida que la participación de la voluntad sea menor.
Para salir del imperio de la afectividad, lo que conviene es profundizar más en las causas de la respuesta de nuestras facultades sensibles. Por ejemplo, si una persona nos cae mal, conviene que nos preguntemos por qué: “no me gusta el tono de su voz”, “siempre está pendiente de detalles que no tienen importancia”, “busca que lo sirvan, y en cambio él no es nada servicial”, “me aburre su conversación”, “tiene un enfoque negativo de mi modo de trabajar”, etc.
Sin duda, este análisis nos permitirá ver la desproporción entre el rechazo a esa persona -única, irrepetible e insustituible- que nuestra afectividad nos pide, y la actitud que nuestra inteligencia descubre al darse cuenta que está frente a una persona.
En segundo lugar, la afectividad es un movimiento fuerte, pero siempre es temporal. Conviene ser consciente de esta condición de temporalidad. A los directivos, en ocasiones, se nos ocurren ideas magníficas, tanto que empujamos que se implementen cuanto antes. Sin embargo, una vez implementadas, recién caemos en la cuenta que no eran acordes con la estrategia. Por la fuerza que tiene nuestra emotividad, podemos auto-convencernos que se tratan de acciones imprescindibles; cuando en la realidad, no lo son.
En tercer lugar, existen dos tipos de afectos: los antecedentes y los consecuentes. Los primeros son previos a la acción; mientras que los segundos se producen cuando esta se ha realizado. Es distinto una emoción que nos empuja a acometer una acción, de una que es consecuencia de ella. Por ejemplo, cuando uno negocia una compra considerable de un insumo importante y escaso, y consigue cerrar la operación a buen precio y con un abastecimiento asegurado, lo ordinario es que uno sienta, al final de esa operación, una satisfacción especial por ese logro. Esa satisfacción es un sentimiento consecuente: la lectura que hacen nuestros sentidos internos: el sensorio común, la memoria, la imaginación y la cogitativa como consecuencia de ese logro.
Desde otra perspectiva, esto también ocurre cuando un directivo varón que lleva un tiempo trabajando con una colega muy eficiente, y con quien además, se entiende muy bien, se da cuenta que ha comenzado a sentir un afecto especial por ella. Este también es un sentimiento consecuente: no origina el trabajo conjunto; el agrado que siente es consecuencia de haber percibido una serie de cualidades que, ahora, le hacen apreciar afectivamente a esa persona.
Es de esperar que ambos tipos de afectos, antecedentes o consecuentes, ocasionen conflictos de interés cuando la razón participa en la evaluación del acto. En el último ejemplo mencionado, si una de las personas tiene un compromiso previo asumido libremente, lo que la razón pedirá es que “repliegue velas” en el mismo momento en que percibe dicho afecto. Por tanto, convendrá que durante una temporada procure no coincidir profesionalmente con ella; y al mismo tiempo, que promueva los afectos positivos dentro del compromiso que tiene. Si actúa inmediatamente, al poco tiempo se dará cuenta que esa presión afectiva disminuye, precisamente porque los afectos son temporales. Pero, si en cambio, cede más terreno a la afectividad, porque la afectividad es un motor fuerte de acción, al poco tiempo no podrá soportar la presión, y terminará rompiendo el compromiso que ya tenía, con los consiguientes daños a sí mismo y a terceros: algunos de ellos, totalmente inocentes.
Es bueno que conozcamos más de nosotros mismos, y que identifiquemos qué papel juegan en nuestra vida nuestros afectos. O actuamos guiados por nuestra inteligencia y voluntad, o aún seguimos siendo algo esclavos de nuestros afectos. No olvidemos una frase que me parece muy significativa en la comprensión de la cuestión afectiva: “la verdad os hará libres”.