¿Por qué nací en mi Perú?

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Alejandro Fontana, PhD

Hay una pregunta que todo joven debería hacerse -y con más razón quien accede a una formación profesional: ¿cuál es el sentido de mi vida y por qué nací aquí, en el Perú? No es una curiosidad sentimental; es una cuestión de propósito. Si la vida no es un accidente, entonces el lugar en el que nacimos tampoco lo es. Nacer en un país concreto forma parte de la llamada personal que cada uno recibe para orientar su libertad al bien.

Cuando uno se interroga en serio por su propósito, descubre que la carrera, el título y la especialidad no bastan para responder. El propósito se expresa en el servicio concreto que cada persona está llamada a brindar, especialmente allí donde el dolor humano es más hondo: pobreza material, pero también pobreza espiritual, cultural y cívica. Si mi vocación pasa por poner mis capacidades al servicio de quienes no han tenido ocasión de salir de la pobreza, es razonable pensar que el Perú -con su geografía social aún desigual, pero a la vez tan rica en humanidad- no solo es el escenario donde nací: es el territorio moral donde mi vida está llamada a dar frutos.

Nacer en el Perú significa haber visto de cerca el desorden y la grandeza, el engaño y la honradez silenciosa, el olvido del Estado y la fuerza de la familia, la informalidad y la capacidad de emprender. Todo eso configura una responsabilidad. La profesionalización, en este contexto, no es un privilegio para escapar, sino un compromiso para transformar. El acceso a la universidad o a la especialización profesional impone una pregunta añadida: ¿para qué se me confía esta formación? Si respondo con honestidad, la respuesta suele incluir un “para otros”, más allá de mis proyectos personales.

Aquí aparece una encrucijada frecuente. Muchos buenos profesionales, intelectuales y también padres de familia consideran que lo mejor para sus hijos es emigrar y vivir en un país desarrollado. En algunos casos, por seguridad o persecución, esa decisión es comprensible. Pero en otros, quizás la emigración se decide al margen de la misión personal. El discernimiento vocacional exige preguntarse no solo “¿qué me conviene?”, sino “¿qué me corresponde?”. Y lo que me corresponde está unido a aquello que puedo aportar donde más falta hace. A veces el lugar correcto es fuera; muchas otras, es aquí mismo.

Víctor Andrés Belaunde (1943) lo expresó con una lucidez que sigue interpelando: “La peruanidad es una síntesis comenzada, pero no concluida. El destino del Perú es continuar realizando esa síntesis. Ello da un sentido primaveral a nuestra historia”. La frase, lejos de ser un eslogan, es un criterio de decisión personal. Si el Perú es una síntesis viva y todavía en proceso, entonces cada biografía profesional es una pieza necesaria para seguir tejiendo esa unidad en la diversidad. La pregunta “¿por qué nací en mi Perú?” se contesta así con otra: “¿qué parte de esa síntesis me toca realizar a mí, desde mi oficio, en este tiempo y en este lugar?”.

José Antonio del Busto (1996), por su parte, recordó que la Patria no es una abstracción sino una realidad que nos precede y reclama:

Patria… es el pasado, el presente y el futuro: es el conjunto de tumbas guardadas con gratitud, de hombres que viven con dignidad y de cunas ansiadas con esperanza. El Perú, como Patria, es una de las más antiguas del continente americano. Quien hace algo grande por su Patria es un patricio; quien la ama con autenticidad, un patriota”.

Más allá de la retórica, hay aquí un juicio práctico: pertenecer implica deberes, y los deberes se desempeñan donde la pertenencia nos llama por nuestro nombre propio.

Si mirar el Perú con realismo desalienta, conviene recordar que la vocación no siempre coincide con la comodidad. El propósito personal madura cuando se encuentra con necesidades reales: escuelas sin maestros motivados, distritos sin agua segura, postas sin gestión, pequeñas empresas sin capacidades de gestión, jóvenes sin referentes morales. En ese cruce entre necesidad y competencia -allí donde mi conocimiento técnico y mi carácter pueden aliviar un dolor concreto- suele aparecer con nitidez el para qué de la vida. No es casual que tantas biografías luminosas hayan brotado de un compromiso territorial paciente: educadores que transforman colegios públicos, ingenieros que organizan sistemas de agua rural, médicos que dignifican la atención primaria, economistas que formalizan cadenas productivas locales, comunicadores que reconstruyen confianza institucional. Ese es el tipo de respuesta que reclama la pregunta por el sentido.

¿Significa esto que nadie deba emigrar? No. Significa, más bien, que emigrar o quedarse sea fruto de un discernimiento honesto sobre la misión personal. El que parte por misión -a formarse con la mira puesta en volver a multiplicar capacidades, o a servir a peruanos en diáspora, o a tejer puentes de inversión y conocimiento- puede estar cumpliendo su vocación. El que parte solo para huir, quizá posterga esa respuesta. Y el que se queda sin servir, también la posterga. Lo decisivo no es el código postal, sino la fidelidad al llamado.

Vuelvo a la pregunta inicial: ¿por qué nací en mi Perú? Nací aquí, porque mi vida tiene un sentido que se juega en el servicio a personas concretas, en esta tierra concreta. Mi profesión, entonces, no es un fin en sí, sino una herramienta para construir la síntesis viva que todavía nos falta. Y si el Perú es un proyecto inacabado, quizá por eso mismo ofrece a cada uno la posibilidad de una biografía con sentido: la de quien decide, con su trabajo y su vida familiar, ser parte de la respuesta.

Referencias

Belaúnde, V. A. (1943). Peruanidad. Lima: Mercurio Peruano.

Del Busto, J. A. (1996). El Perú esencial. Educación, Vol V. N° 10.

Publicado por Alejandro Fontana

Profesor universitario, PhD en Planificación y Desarrollo,

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